Síguenos en redes sociales:

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Toros y embolados

Aunque se pueden entender las múltiples razones de los defensores del arte de la tauromaquia, el mantenimiento de las tradiciones taurinas en las que se somete a un animal de gran porte a un padecimiento innecesario por motivaciones puramente lúdicas, carece de sentido y justificación

Hace unos treinta años seguí con interés los debates que trascendieron del parlamento sueco sobre una ley de derechos para los animales, un proyecto que finalmente fue aprobado y que supuso un avance sustancial en el trato humano hacia los animales en el oasis escandinavo. Aquella ley no versaba sobre el maltrato o el abandono de animales domésticos, la pervivencia de tradiciones más o menos bárbaras o las condiciones de alimentación, higiene y estabulación de los animales sometidos a crianza más o menos industrial para el sector alimentario. Iba mucho más lejos. En Suecia se promulgaron normas sobre los derechos, tales como el obligado paseo en libertad de los animales o la separación mínima de estos en los establos y, desde luego, las formas indoloras de morir. Estos debates están lejos de producirse todavía en nuestro país.

No hace tanto, pero por lo menos un par de décadas, conocí en los cursos de verano de la UNED de Dénia a Camilo José Cela Conde, un verdadero experto en etología, que en su faceta biológica se dedica al estudio del comportamiento de los animales. El único hijo del reconocido escritor recuerdo que repartió una bibliografía sobre el tema prácticamente íntegra en inglés. Aquí no nos enterábamos. Con la excepción de Jordi Sabater Pi, el primatólogo catalán -y gran dibujante- que se hizo famoso por su relación con el gorila blanco de Barcelona, Copito de Nieve.

Amigo de la reconocidísima etóloga Dian Fossey (la protagonista real de Gorilas en la niebla), Pi ofreció una memorable conferencia en Dénia -que un par de años después le ofrecí repetir en el Club Diario Levante con el mismo éxito„, sobre las áreas ´culturales´ de los monos africanos pues consideraba hechos trascendentales de la conducta de los simios que algunos de ellos, espoleados por el principio de la supervivencia, hubieran aprendido a nadar, a distinguir arenas medicinales o a capturar termitas con instrumentos.

Afortunadamente, en el tiempo transcurrido desde aquel entonces ya ha quedado más que evidenciado que las fronteras del conocimiento -y, por ende, de la sensibilidad- entre hombres y animales es una abstracción, una entelequia epistemológica típica del antropocentrismo humano. La complejidad neurológica de los animales es inequívoca, especialmente en los mamíferos superiores, y su capacidad de aprendizaje está fuera de toda duda. Así como sus principios de placer -que se lo digan a cualquier propietario de un perro doméstico-, y también de sufrimiento.

Desde esa perspectiva, el mantenimiento de las tradiciones taurinas en las que se somete a un animal de gran porte a un padecimiento innecesario por motivaciones puramente lúdicas, carece de sentido y justificación. Se pueden entender, eso sí, las múltiples razones de los defensores del arte de la tauromaquia para impedir su postración social. El toreo, en efecto, hunde sus raíces en el numen mediterráneo y se propone como una lucha noble entre el hombre y el animal, un rito sobre la muerte en suma que no convendría abandonar del todo en manos de esta sociedad tan artificiosa como líquida.

Los toros de lidia, dicen sus defensores, son como seres sagrados, a los que se les ofrece una vida regalada en dehesas imposibles de mantener en buen estado sino generaran ese negocio tan peculiar. El toreo ha generado arte, lenguaje y estética propios, incluso alta literatura. Y no es gratuito que algunos de los más grandes de nuestros poetas, digo sobre todo de Francisco Brines o de su apadrinado Carlos Marzal, sean unos taurómacos empedernidos.

Algo parecido ocurre con encierros como los de San Fermín en Pamplona. Aquí el arte desaparece, el lenguaje es más bien beodo y la estética se simplifica en extremo, pero sigue habiendo nobleza, y tradición, y un mundo de locos escritores como el famoso vitalista Ernest Hemingway.

Pero nada de todo eso existe en los toros embolados tan queridos en algunas localidades valencianas -en el Maestrat, en l´Horta, en el Camp del Tùria, en la Ribera€-, donde una juventud embriagada somete al dolor y a la humillación sin tregua a un animal. Todo es soez y polvoriento en estos espectáculos, autorizados y a veces sufragados por las autoridades públicas como ejercicio populista. Chicos en camiseta y vaqueros estirando del rabo a un animal, plazas de mecanotubo sin más colorido ni argumento simbólico. Una cafrada, indigna de cualquier pueblo civilizado que se precie.

Esta misma semana, el nuevo ayuntamiento de Cullera, con Jordi Mayor al frente, ha tomado la decisión de suprimir el ´bou embolat´ de las fiestas patronales. Sin coartadas de referéndums ni nada semejante: ¿acaso se puede votar sobre la barbarie? Mantendrán la suelta de vaquillas, un tema menor, entre infantil y berlanguiano, pero han dado un decidido paso al frente al eliminar el embolado, la versión más cutre de las fiestas taurinas populares. Es un gran avance por el que hay que felicitar a este ayuntamiento, el más grande hasta la fecha de los que han decidido situarse frente al maltrato animal.

Esta es una noticia premium. Si eres suscriptor pincha aquí.

Si quieres continuar leyendo hazte suscriptor desde aquí y descubre nuestras tarifas.