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Lucia Berlin

Con «Manual para mujeres de la limpieza» he descubierto a una gran narradora norteamericana. Hay versión catalana, pero no la recomiendo: Lucia Berlin es una criatura de frontera entre Nuevo México y Sonora, el inglés y los boleros que le asaltan y los dialectos hispanos que le seducen. Sabor a mi. Lucia Berlin parece un pseudónimo pero es el resultado de unir su nombre de pila al apellido de su tercer marido: no se casó más. Una narradora del tamaño de Truman Capote, o sea, inmenso, que fue alumna adolescente de Ramón J. Sénder. Ser hija de un ingeniero de minas en un continente tan rico en minerales como América, te condena a una existencia nómada, de gitano calderero.

Sus relatos breves son magníficos y no empeoraron, al contrario, con la conquista de la sobriedad. Hasta para ponerse tenía buen gusto: con Jim Beam y no con brebajes dulces como el «Southern confort» de la gran Janis Joplin. El buen gusto, cuando no tienes nada mejor, salva: un poco. Todos tenemos heridas y respiramos por ellas. Las de una gran escritora como Berlin, respira luz. Es una pequeña mística con mucho sentido escenográfico, rodeada como el santo de Asís de arrendajos y ciervos «de andar primoroso y modesto», de mofetas y cuervos que desaparecen en un árbol al anochecer y aparecen en otro al día siguiente: en la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados. En Estados Unidos.

En la literatura, las mujeres siempre han tenido alguna oportunidad más que en la pintura, que suele emparentar muy rápido con los consejos de administración y las cámaras reales. Las revelaciones de Berlin parecen escritas esta misma mañana, aunque tengan ya setenta años. Los encuentros con un apache en una lavandería entre la patafísica y la autoayuda, el polvo subacuático con su instructor de buceo en el Pacífico, la reconciliación con una hermana enferma de cáncer y enamorada, una fuga adúltera cargada con todos sus niños a una playa lejana. Nunca conocí un corazón mejor armado de curiosidad, humor y benevolencia.

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