Hace apenas unos días tuvimos otro de esos repuntes negros de esa ominosa cifra de la vergüenza de mujeres asesinadas a la que, por desgracia, nos estamos acostumbrando. En solo tres días, cuatro hombres arrebataban la vida a cuatro mujeres con las que tenían o habían tenido una relación de pareja. Algo que se nos olvida demasiado pronto. Hasta que llega el siguiente asesinato.

Pero esta vez ha sido distinto. El tratamiento dado por los medios en unos y otros casos ha variado por completo, por razón de las circunstancias. En un caso, se hablaba de una joven ingeniera asesinada por un hombre con el que tuvo una relación. En otro, de una mujer apuñalada. En otro más, de un hombre que asesina a su mujer y después se entrega. Hasta ahí todo más o menos correcto. Pero con el otro caso, en que el autor era un periodista conocido que además se suicidó, la cosa cambió. Titulares y más titulares que decían que Alfons Quintà y su esposa habían aparecido muertos primero, y más tarde incluso panegíricos de la figura de él, obviando que ni su muerte ni la de su pareja se debieron a la acción de un tercero o a un accidente fortuito. Y, aún en los titulares más tibios, poca o ninguna referencia a ella, sin nombre ni profesión, solo como «la mujer de Quintá», como un macabro epitafio a una vida marcada por el machismo que acabó con ella. Tremendo. Y aunque es cierto que después sí ha habido quien reivindique la figura de Victoria Bertrán, doctora de profesión, ya era tarde. El mal estaba hecho.

Rápidamente me vino a la memoria el reciente asesinato de una periodista por la misma terrible razón. El de Yolanda Pascual, redactora de El Mundo y el diario de Burgos. Aquí, el nombre de ella, el homenaje a su persona y el modo de su muerte iban en primer plano. Ni una palabra de a qué se dedicaba el agresor, ni de si había dejado una nota, estaba operado del corazón o de dónde trabajaba. Rotundo, como debe de ser. Con una condena firme y sin paliativos. ¿Por qué ese cambio? Evidentemente, por esa parte afectiva que todos tenemos cuando nos tocan a una de los nuestros. La prensa cerró filas ante el asesinato indignante de su compañera, y cargaron las tintas sobre el homenaje a su persona y la repulsa unánime al agresor. Pero cuando era su compañero el asesino, les traicionó esa parte afectiva, y desandaron el camino andado. Todos, o la mayoría.

Y precisamente ése es el problema. La violencia de género no es peor cuando ataca a una de las nuestras, por más que impresione. Y tampoco es más invisible cuando el asesino sea uno de los nuestros, por más que impresione también. La violencia de género es deleznable sea quien sea el autor y sea quien sea la víctima. Y solo cabe la solidaridad para ella y el reproche para él. Sin medias tintas ni paños calientes. Entiendo que Yolanda era «una de las nuestras» para la profesión periodística. Pero también debería haberlo sido Victoria, y todas las que le antecedieron. Todas ellas son «una de las nuestras» para la sociedad, y mientrras no lo entendamos así seguiremos teniendo que lamentar una muerte tras otra. La sociedad como tal debemos mucho a cada una de estas mujeres. Les debemos más que uun homenaje. Les debemos la vida. Por cada silencio, por cada vez que miramos hacia otro lado, por cada grito de condena que no dimos. Y la más mínima justificación al agresor las mata dos veces. Pero, ya que no podemos devolverles la vida que les robó quien más debía quererlas, no seamos quienes les hurtemos el reonocimiento que merecen. Por ellas. Por todas.