Lo primero que el lector quiere saber al leer Retrotopía, de Zygmunt Bauman, es qué es eso de «retrotopía». La alusión que encontramos en una de sus páginas da una idea: «Cinco siglos después de que Tomás Moro iniciara una andadura moderna hacia Utopía, surgen hoy mundos ideales ubicados en un pasado perdido/robado/abandonado que se han resistido a morir, son las retrotopías», pero la aspiración a comprender mejor este concepto persiste. Por eso, a medida que se avanza en la lectura, se puede ir teniendo la impresión de que se trata de algo parecido al horror vacui. La antigua física aristotélica establecía que no existía el vacío pero que, cuando su aparición amenazaba, la naturaleza reaccionaba para evitarlo en lo que denominaron horror vacui. Después, este criterio de horror al vacío, se aplicará con mucha fortuna en el arte. Bauman ha constatado en la actualidad algunas grandes estrategias políticas de huida, ante vacíos o condiciones asfixiantes. Cuando se hace difícil seguir proclamando políticamente la idea de progreso, la huida típica en la que estaríamos ahora nos devolvería a utopías del pasado, siempre incumplidas. Como esto no consuela, es preciso seguir entendiendo qué pasa. A este esfuerzo por comprender lo ha llamado el filósofo de la modernidad líquida «retrotopía».

La obra contiene cuatro grandes diagnósticos retrotópicos. Uno de ellos, el fracaso del Estado, Leviatán, en quien se había delegado una función protectora basada en la legalidad. Como las utopías se han desgastado, parece, y el futuro está dejando de mecerse en un progreso prometido, Bauman, en esta su última obra publicada posterior a su muerte (9 de enero de 2017), intenta entender la senda de corrupción y degeneración en la que nos hallamos, cuando el futuro se esboza como posibilidad de perder el empleo, el estatus social, el hogar? y cuando parece segura la pérdida del nivel de bienestar actual en las décadas inmediatas. Quienes viven en una «sociedad sólida» se hallan seguros, pero hay quienes viven en la incertidumbre y en una movilidad perpetua, se trata de la «sociedad líquida». De este modo, el filósofo vuelve al centro de su preocupación habitual y nos propone reflexionar sobre los desmanes de lo líquido en un tiempo en el que la mayoría de la población de los países ricos piensa que sus hijos serán más pobres que ellos mismos y en un contexto general donde los «residuos humanos» son algo común.

Ahora el poder se ha emancipado del territorio y la guerra de los estados se ha convertido en una guerra líquida, merced al comercio global de armas, ampliamente disponibles y sencillas de ocultar. La preocupación política parece puesta exclusivamente en el control de armas de destrucción masiva, mientras las armas convencionales, también letales, se compran en un vacío legal y moral y estando los máximos intereses de ese comercio en manos de los cinco miembros permanentes (con derecho de veto) del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Rusia y China), que es el organismo que se ha dado como función la paz internacional. Este asunto y otros más analizados, contienen una reflexión general conducente a esta cuestión: ¿Qué le ha pasado al Estado protector ideado por Hobbes, que debía evitar la guerra de todos contra todos, para haber errado tanto y tan profundamente? ¿Será por el divorcio entre el poder y la política?

En todo caso, lo que sí es seguro es que hay unos espacios de responsabilidad política que no se cumplen y, en ese sentido introduce una segunda reflexión retrotópica: la vuelta a las tribus, a la proliferación de grupos que se organizan frente a los extranjeros para defender sus derechos, otro signo de la modernidad líquida. En la actualidad se acepta como necesaria la desigualdad. Con todo, voces alternativas buscan salida al problema. ¿Hay que asumir el imperio de la desigualdad, que ochenta y cinco potentados posean lo mismo que la mitad de la humanidad pobre? Diversos autores, como Rutter Bregman, Philippe van Parijs, Daniel Raventós o Claus Offe, han planteado hipótesis de una reorganización económica valiente, la renta básica universal, que con diversos matices algunos economistas ven como una de las salidas más realistas y plausibles, por más que una gran parte de la opinión pública sea reacia a ella. Este es otro de los problemas que Bauman sondea.

Le llega el turno también al papel desestabilizador que las modernas reivindicaciones nacionalistas introducen en las actuales condiciones de interdependencia planetaria. ¿No es demagógico postular la vuelta al individuo, a la tribu o a la pequeña nación salvífica, en un mundo en el que se quiere hacer pensar que defendiendo las culturas regionales nos prepararemos mejor para el conflicto de intereses internacionales, sugiriendo así que son problemas culturales, de idiomas o religiones, los que gobiernan el mundo? ¿Se trata de ese mismo mundo que cada vez más muestra que sus resortes elementales y finales son económicos? Este tipo de reflexiones que encontramos en Retrotopía a mitad de camino entre la sociología, la teoría política y la filosofía de la historia son bienvenidos, sobre todo porque ponen el dedo en la llaga de problemas que se pretenden presentar como irresolubles. ¿Pero estas denuncias no se dispersan en un mar de alertas inabarcables, que en el fondo confiesan no disponer de un modelo integrado y creíble para encarar el futuro con esperanza?

Por eso, las últimas palabras de Bauman no pueden sino ser una reflexión bienintencionada más, en esa larga fila de buenas intenciones con las que empedrar el infierno: «Los habitantes humanos de la Tierra nos encontramos (más que nunca antes en la historia) en una situación de verdadera disyuntiva: o unimos nuestras manos, o nos unimos a la comitiva fúnebre de nuestro propio entierro en una misma y colosal fosa común».