Síguenos en redes sociales:

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El juicio

El juicio moral es un acto mental que permite diferenciar entre lo correcto o incorrecto. Es una valoración que un individuo realiza frente a una acción calibrando si es buena o mala. Nos pasamos el día etiquetando a las personas, a las cosas o a las situaciones de humanas o inhumanas, de divertidas o aburridas y, así, con un sinfín de adjetivos que nos permiten discernir -de una forma no del todo correcta- la realidad que nos rodea. Vamos del blanco al negro y del negro al blanco sin pararnos a analizar todas las tonalidades de grises que hay en el camino. ¿Por qué lo hacemos? Cada uno tendrá una razón para ello porque cada cual construye su realidad en función de sus necesidades, como también hago yo. Es la tarea de nuestra mente: boicotearnos a tutiplén porque de esta forma nos mantiene dormidos. Pero, como siempre sucede, hay algo detrás y es el ya conocido miedo.

Mantenernos en una actitud juiciosa evita que nos replanteemos muchas cosas: ¿criticamos a los demás porque nos muestran lo que no nos gusta de nosotros? ¿Somos espejos unos de otros? Una sociedad dominada por los famosos haters, esos encargados de decir públicamente aquello que el otro hace mal o los defectos que tiene, refleja que vivimos dominados por el odio hacia el prójimo -y habrá quien también hacia sí mismo- que es casi o tanto peor. Lo que más me preocupa de este tema es el efecto dominó del juicio. Se extiende como la humedad por las grietas y va pudriendo la pared de una habitación hasta que termina por pudrir toda la casa. Cuando emitimos un juicio contra alguien somos esa humedad que, sin darnos cuenta -o quizá con todo nuestro tino-, pudrimos también a todas las personas de nuestro entorno contra alguien o contra algo. Ya puede ser una crítica hacia tu vecino como hacia la última película de Woody Allen.

De ambas formas harás que tu interlocutor vea con otros ojos al vecino o a la película. Lo hará a través de los tuyos, a través del juicio. Habrá quien haya leído hasta aquí y piense que la libertad de expresión existe para algo y que cada cual opina lo que quiere sobre lo que quiere -valga la redundancia- y cierto es. Pero hay que saber diferenciar entre una opinión y un juicio y es aquí donde nos perdemos. Normalmente el que emite el juicio se identifica con lo que piensa: «yo soy lo que digo», por lo que cuando es contradicho se enfada. Quien da su opinión lo hace separado del pensamiento, lo que da pie al diálogo, que alguien opine de forma diferente le resulta enriquecedor. Toda esta reflexión viene determinada porque últimamente me he topado con personas víctimas de un juicio que alguien lanzó contra ellas, como si de una fetua habláramos, condenándolas a que los demás cambiaran la imagen que tenían antes de dicha sentencia.

Mi abuela siempre decía que ni los malos son tan malos ni los buenos tan buenos. Cada uno actúa como más le conviene -es propio del egoísmo humano- pero a lo mejor deberíamos pararnos a pensar en cómo afecta a la reputación de una persona determinados juicios -la mayoría de las veces sin sustancia- que emitimos (in)conscientemente condicionados por nuestros pensamientos. Todos estamos aquí para lo mismo, para sobrevivir. Intentemos que esa supervivencia esté centrada en una lucha de superación con uno mismo y no contra otro, que si por algo nos diferenciamos de los animales es por poseer sentido común, aunque sea el menos común de todos los sentidos: ¡usémoslo!

Esta es una noticia premium. Si eres suscriptor pincha aquí.

Si quieres continuar leyendo hazte suscriptor desde aquí y descubre nuestras tarifas.