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Los años botánicos

Paisanos por el mundo

El senadorAgramunt, como el reportero de Herge, ha protagonizado una colección de relatos que lo han elevado a la categoría de gran aventurero

A lo largo de la Historia con mayúsculas (no de estas historietas del Tebeo) la diplomacia valenciana no logró ser todo lo discreta que requieren las actividades intrínsecas a la cancillería. Nuestros embajadores más célebres fueron los Borgia y casi acaban con el papado romano. Eso sí, esta familia de setabenses universales legó al mundo el nepotismo y la sífilis.

Antes, Vicente Ferrer ya había traspasado los límites de las Cuatro Cruces para anunciar la inminencia del fin del mundo. Y lo mismo hizo Juan Luis Vives para convertirse en nuestro primer Erasmus. Luego, tuvieron que llover bastantes hectólitros hasta que llegaron (y también se marcharon) Blasco Ibáñez y Sorolla, los paisanos más globales hasta que apareció el galáctico Calatrava, empeñado en exportar el trencadís por los cinco continentes. Pero, hasta que el arquitecto estrella no jugó en la Champion's League del casoplón, la Comunitat, en los últimas décadas, tuvo que conformarse con enviar por esos mundos de Dios a un cupo de eurodiputados menguante y poco pinturero. Y entre todos ellos destaca uno, Pedro Agramunt, un auténtico Tintín, con su propio álbum de aventuras: La diplomacia del caviar.

El senador popular, como el reportero salido de los lápices de línea clarísima de Herge, ha protagonizado una colección de relatos que lo han elevado a la categoría de gran aventurero, a medio camino entre Marco Polo y Lorenzo de Arabia. Y es que el levantino en Oriente (Próximo, Medio o Lejano) ha desplegado toda su pericia como observador internacional y, al fin, acabó desorientado.

Primero se entrevistó con el presidente Bassar Al Assad (lagarto, lagarto), en guerra permanente con la diosa Isis. El episodio, que muy bien hubiera servido para el guión de la enésima temporada de Homeland, lo puso en relación con la pista rusa. Como todo el mundo sabe, los neosoviéticos están detrás de todos los males del planeta, pues, si antes eran lo malos de las películas de espías, ahora son los malos de las películas malas. Entonces, algún miembro de los servicios de inteligencia occidentales se preguntó: ¿qué hace todo un presidente del Consejo de Europa y tovarich valenciano subiendo en un avión fletado por Moscú, lleno hasta la bandera de diputados de la Duma? Y se respondió -que para algo era de inteligencia-: ¡Tate, se va de excursión a ver al dictador sirio!

El segundo caso del cónsul plenipotenciario de las huevas de esturión fue una trampa que le prepararon. Nuestro observador observado había de desplazarse a la República de Azerbaiyán para verificar la limpieza democrática de aquel país, la libre concurrencia de las ideas y la inexistencia de presos políticos. Si hay que ir se va, si no es tontería, se dijo Agramunt, mientras se preparaba la valija diplomática con dos mudas de camiseta Imperio y el salacot. En Bakú, como era de esperar, lo de menos fue la verificación del proceso electoral, la inexistente pluralidad de las candidaturas y la posterior limpieza en el recuento. Él lo encontró todo fetén, el régimen azerí, para su gusto, no nada había de envidiar a la región de Madrid de Aguirre, ni a la Generalitat del honorabilísimo Camps.

La historia sagrada nos cuenta como en un punto impreciso del camino que lleva a Damasco, Saulo de Tarso se convirtió en el apóstol Pablo. Dos mil años después, en ese mismo agujero negro, don Pedro se apeó de los dieciséis caballos oficiales cuando fue cegado por la luz de unos neones que avistó junto a la carretera. Y, evidentemente, Su Señoría Agramunt se convirtió.

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