Al rescatar a los náufragos en la mar, negarse a retornarles a lugares donde les espera el hambre, la persecución y la violencia, y acogerles cordialmente en València se ha colaborado decididamente a dignificar a la humanidad, a sentirnos orgullosos de la condición humana, y recuperar nuestro mar como yacimiento de vida. El deber de auxilio no es sólo un ejercicio compasivo y humanitario, es a la vez una obligación de justicia. Y en cuestiones de justicia no sirve aquello de «primero los nuestros», italianos o americanos. Quienes fragmentan la justicia, sólo se oyen a sí mismos y nunca escuchan las voces que vienen de la otra orilla.

¿Qué dicen esas voces que han estado silenciadas por las tormentas en alta mar, por los ruidos mediáticos, por las ideologías sin corazón y por la necesaria inmediatez de la emergencia? La experiencia de Novaterra que desde hace años acompaña a personas descartadas del trabajo y del bienestar nos permite descodificar sus clamores y sus silencios.

Esperan ser escuchadas. Lo expresaba abiertamente un joven senegalés al ser deportado desde la muralla de Melilla: «Vengo de un país empobrecido; un país que ha sido saqueado por las multinacionales occidentales desde hace varios siglos y que ha sufrido guerras atroces, a menudo presentadas como guerras civiles (€). Son estas guerras de las que yo huyo y de la miseria que han engendrado en mi país. Quiero sobrevivir y ayudar a vivir a mi familia que se ha quedado en África. Pensaba contárselo en persona, pero este muro que ha sido levantado entre usted y yo hace imposible cualquier encuentro verdaderamente humano entre nosotros y nos obliga a mirarnos desde lejos». Por esta vez, les miraremos de cerca, cara a cara.

No quieren ser simples receptores de ayuda, sino participar plenamente en la construcción de nuestra sociedad, desplegar sus capacidades mediante el enriquecimiento mutuo y la colaboración leal. Necesitamos sus habilidades, sus miradas, sus sueños, sus energías. Hoy sabemos a ciencia cierta que si un día, las personas venidas de lejos abandonaran nuestras ciudades, sufrirían un colapso, se cerrarían los bares, se detendrían los servicios, la construcción y la industria; las personas mayores dejarían de pasear por los jardines. No es verdad que unos tienen y otros son seres carenciados, que unos dan y otros reciben. Por eso no piden de nosotros que solucionemos el hambre del mundo, sino que juntos estaremos en mejores condiciones para hacerlo. Y si alguien en esta contienda tiene el papel de perdedor son los países del sur que nos ayudan a sostener nuestro bienestar Ya no se trata de trasferir recursos, sino de confiar en el poder colectivo del encuentro.

Confían que las respuestas de emergencia se abran a un proceso de acompañamiento personal y de inclusión laboral, cultural, cívica. Todavía resuena el reproche que hizo Haití tras el terremoto del 2010 en el que murieron 316.000 personas: «Estuvieron más dispuestos a enterrar a los muertos que a hacer crecer la vida». Cuando se desatiende la emergencia de un naufragio, se condena a muerte a personas inocentes; cuando no se activan políticas de cooperación con los países de origen, políticas de inmigración que amplíen las posibilidades de entrada legal, y políticas sociales de inclusión se les condena a una segunda muerte. Se trata, como formuló García Márquez, de que «las estirpes condenadas a cien años de soledad, tengan una segunda oportunidad sobre la tierra».