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La tristeza, el miedo, la ceniza

Recuerdo la primera página del periódico. De cuál no importa. Lo que importa es la fotografía que ilustraba la noticia principal de esa primera página. La imagen de un incendio trágicamente espectacular. Las cenizas del incendio de Gestalgar han llegado a Valencia. Más o menos, ése era el pie de foto. De eso hace ya muchos años, a lo mejor casi treinta. Yo estaba lejos. Por eso, el despliegue periodístico de la tragedia me impactó todavía más. Se quemó todo en mi pueblo, menos el pueblo. El fuego va a su marcha y si algo lo interrumpe sigue su marcha sorteando el obstáculo. Pero no se para. En septiembre de 2012, volvieron las llamas a sembrar de miedo los montes de mi tierra. Esta vez el incendio empezó en Chulilla y bajaba encajonado por las dos orillas del río. En su recorrido enloquecido, también arrasó los montes de Gestalgar, Bugarra y Pedralba. Tampoco esta vez tocó los núcleos urbanos que encontraba a su paso. Hace seis años de esa tarde de septiembre y cuando miro hacia el castillo o la Peña María, las tripas se me ponen duras como una piedra. No hay árboles, sólo el color marrón de la tierra y, ahora, un ligero manto verde que ocupa el suelo aún poco esponjoso de un paisaje devastado.

Por eso llevo muchos días con la misma piedra en las tripas. Ha regresado ahí esa piedra, a ese sitio que algunas veces, cuando nos enrabietamos, sustituye ruidosamente al corazón. Los perfiles de un horizonte asolado por las llamas. Los versos antiguos de Teresa Pascual, la enorme poeta de la Safor: «Allò que el vespre crema/forma gavells de cendra/a l´esquena dels hòmens./ Ni el mirall ni la nit/podran ser innocents/quan algú els pregunte». La Vall d´Albaida y la Safor ya no serán en muchos años lo que fueron. Ni sus sitios ni sus gentes. Es una enorme putada, pero es así. La naturaleza tiene sus reglas y se tarda mucho -casi una eternidad- en recuperar los montes quemados y en volver a convertir la piedra del estómago en algo que mínimamente se parezca al corazón. El desgarro no agrieta sólo las trochas boscosas, ni las casas expuestas indefensas a las llamas, ni esos caminos que se han convertido durante unos días en la sobrecogedora carretera de Cormac McCarthy ocupada por el miedo y la ceniza. Porque el desgarro más grande -si es que se pueden jerarquizar los argumentos del horror- es el que sufre la gente cuando es apartada de sus casas. La evacuación. La mirada perdida en un futuro que convertirá un sólo minuto en un siglo de persistente y cabezona duración. Te sacan de tu casa y no sabes cuándo vas a volver. Y aún peor: qué te encontrarás en el regreso. Las casas son algo cuando las habitamos, escribía el poeta César Vallejo. Y se convierten en nada cuando el fuego las vacía implacablemente de sus habitantes. También en aquel incendio de hace seis años nos sacaron del pueblo una tarde de domingo, y nadie se puede imaginar -salvo quien lo ha vivido- cómo duele un paisaje de ojos que miran a ninguna parte y de manos que tiemblan con una simple bolsa de supermercado, una triste bolsa de plástico donde has metido las cuatro cosas imprescindibles para pasar no sabes si una noche o un millón de noches fuera de tu casa.

Conozco poco la Vall d´Albaida y mucho la Safor, que es como mi segunda tierra, después de la Serranía. Por eso el desgarro de esas comarcas y de sus gentes es el mío. Siempre que ocurre una catástrofe como ésa, nos juramos que hemos de hacer lo imposible para que no se repita. Pero la verdad es que se repiten esas catástrofes. Seguro que la naturaleza tiene sus reglas, sus propias reglas que aseguren su supervivencia frente a la depredación del paisaje a manos de especuladores de toda calaña. Ahora bien, también es verdad que cuando esas reglas no funcionan en su totalidad es que algo hemos hecho mal -o no del todo bien- a la hora de sumar cuidados y prevenciones para que sea ése -o cualquier otro- el último incendio que asole nuestras casas, nuestros montes, nuestras vidas.

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