La historia no absolverá a Francisco Franco no por haberse sublevado militarmente contra la II República y por la consiguiente guerra fratricida, en la que, ciertamente, se cometieron atrocidades en los dos bandos contendientes, sino por haber continuado la guerra y la represión cruenta contra los vencidos, con los que nunca fue compasivo ni magnánimo, como todo general victorioso, por lo que es de justicia su exhumación del Valle de los Caídos, sin demora, y sin rencor , elevando una oración por su alma y su eterno descanso. Como dijo Winston Churchill: «en la guerra determinación, en la paz buena voluntad, en la derrota altivez , y en la victoria, magnanimidad». Pero para los que amamos profundamente a las Fuerzas Armadas y a la profesión militar, lo más graves es que Franco no tuvo magnanimidad ni siquiera con sus compañeros de armas que fueron fieles a su juramento y permanecieron leales a la República. Los primeros defensores de la República fueron los generales con mando en el Ejército, entre otros, los siguientes:

Sólo se sublevó un general de los ocho capitanes generales que mandaban las ocho regiones militares en que estaba dividido el país. Del total de veintiún oficiales generales de mayor graduación dentro del Ejército, diecisiete permanecieron fieles al Gobierno de la República, y tan sólo cuatro se sumaron al alzamiento. Del total de 59 generales de brigada, 42 se mantuvieron fieles a la República y diecisiete se sublevaron contra ella. Franco hizo fusilar a los dieciséis generales que no pudieron abandonar a tiempo el territorio que él controlaba. Nunca jamás se había vertido tanta sangre de jefes militares de alta graduación. En la VII Región Militar (Valladolid) hizo fusilar al capitán general de dicha región, el general de división don Nicolás Molero Lobo. En Sevilla, Queipo de Llano hizo fusilar igualmente al capitán general de la II Región Militar, José Fernández Villa Abràille, ocupando seguidamente su puesto, y al general Miguel Campíns, gobernador militar de Granada. En Galicia (VIII Región Militar), el capitán general Enrique Salcedo Molinuevo fue pasado por las armas y sustituido por un coronel.

El general Núñez Prado fue fusilado en Zaragoza; el general Caridad Pita, en La Coruña; el general López Viota, en Sevilla; el general Mena Zueco, en Burgos; el coronel Carrasco Amilibia, en Logroño; el general Gómez Caminero, en Salamanca; el general Romerales, en Melilla; el coronel inspector de la Legión Luis Molina Galano, en Ceuta. En Asturias, un consejo de guerra mandó al paredón al coronel de Artillería José Franco Mussio, comandante militar de Trubia y director de la Fábrica Nacional de Armamento, así como al comandante de Artillería Manuel Espineira Cornide, los capitanes Luis Revilla de la Fuente, Hilario Sáenz de Cenzano y Pinillos, Ernesto González Reguerin, Ignacio Cuartero Larrea y José Bonet Molina, y el teniente Luis Alau Gómez-Acebo.

El 66% del Cuerpo de la Guardia había permanecido leal a la República. Sólo uno de los siete generales de la Guardia Civil se sublevó contra ésta. En la causa 130/1936 se dictó sentencia del Consejo de Guerra de Oficiales Generales el cinco de marzo de 1938, que condenó por el delito de rebelión militar al teniente coronel de la Guardia Civil Emilio Baraibar Velasco, al comandante de la Guardia Civil Joaquín Laureano Pérez, y al comandante de la Guardia Civil José García Silva, los tres jefes de la Comandancia de la Guardia Civil de las Palmas de Gran Canaria, por no haberse sumado a la insurrección militar, aunque se inhibieron de toda acción contra el ejército, lo que le salvó la vida al Teniente Coronel, condenado a muerte, y a la expulsión del cuerpo, corriendo la misma suerte que los generales de la Guardia Civil Batet, catalán y católico, Escobar y Aranguren, fervientes católicos, que permanecieron leales a la República, mandando éstos las tropas de la Guardia Civil que acabaron con la sublevación, por lo que fueron condenados a muerte y ejecutados terminada la guerra. El general Domingo Batet fue premiado con la laureada de San Fernando por sofocar la rebelión militar de la Generalitat catalana en octubre de 1934, por lo que fue tachado de traidor por el nacionalismo catalán. Su negativa a sublevarse contra la República en julio de 1936 provocaría su detención por sus propios subordinados y un consejo de guerra que le acusó del jurídicamente imposible delito de adhesión a la rebelión militar, por el que fue condenado a muerte y posteriormente fusilado, enfermo, sentado en una silla, por orden expresa de Franco, que se equivocó cuando afirmó en su parte militar del 1o de abril de 1939, que «la guerra había terminado». No tuvo en cuenta lo que muchos años más tarde le dijo el General De Gaulle ante las ruinas del Alcázar de Toledo: «Lo malo de una guerra civil es que la paz no empieza cuando termina la guerra».

Fueron los líderes políticos republicanos más significativos, los que, en plena guerra civil, cimentaron las bases sobre las cuales, superada la dictadura y la transición, se pudiera asentar la reconciliación. En efecto, el 18 de julio de 1938, Don Manuel Azaña, en el Ayuntamiento de Barcelona recordaba, en un famoso discurso: «Somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo, ? y a esos hombres que han caído embravecidos en la batalla, luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que, ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Perdón, Piedad». El Consejo de Ministros presidido por el Dr. Negrín aprobó el 30 de abril de 1938, los trece puntos que serían publicados el 1o de mayo, que se denominaron Declaración de Principios o Programa de Estado, en cuyo punto 13 se establecía: «Amplia amnistía para todos los españoles que quieran cooperar en la inmensa labor de la reconstrucción y engrandecimiento de España. Después de una lucha cruenta como la que ensangrienta nuestra tierra, en la que han surgido las viejas virtudes del heroísmo, cometerá un delito de alta traición a los destinos de nuestra patria aquel que no reprima y ahogue toda idea de venganza y represalia, en aras de una acción de sacrificios y trabajos que por el porvenir de España estamos obligados a realizar todos sus hijos». Desde su exilio mexicano, Indalecio Prieto exclamó: «Me están vedados los cementerios de España, pero si pudiera volver a ellos, pondría un ramo de rosas rojas en las tumbas de mis adversarios que también murieron por España».

No conozco palabras semejantes que hayan sido pronunciadas, después o durante la Guerra Civil, ni por Franco, ni por el mando militar vencedor, que, antes al contrario, inició una cruenta represión nada más terminada la guerra. Como dijo Azaña (24 de agosto de 1939. La Prarle. Collonger-sous Salive): «Ahora no saben qué hacer con su victoria, y todo lo que se les alcanza es proseguir, en cierta manera, la guerra. Dentro de la enormidad de su fechoría pudieron haber realizado una acción sensata si, al terminarse las operaciones militares hubieran abierto una era de olvido desocupando las cárceles y licenciando a sus verdugos. La impresión de alivio junto con la alegría general por ver acabada la guerra, hubiera dado así al nuevo régimen la atmósfera respirable que necesitaba. Pero unos hombres capaces de concebir una política de ese porte y de llevarla a término, no hubieran sido capaces de provocar la guerra que han hecho. Por otra parte, suprimido el terror de todos los ámbitos de la Península habría surgido una pregunta sin respuesta posible: ¿Para qué ha servido todo esto? Están pues amarrados a su propia obra, y condenados a la siniestra imbecilidad de un gerifalte. Que no podrán ceder nunca en nada, porque la menor concesión, no solamente los destruye, sino que los condena y se delatan».

Pero lo que más nos duele a los que somos creyentes cristianos, es que tampoco conocemos que la jerarquía eclesiástica, que bendijo la represión, haya pronunciado durante o después de la guerra, palabras de reconciliación similares a las de los líderes republicanos, y enterraran a los que dieron la vida por la República, que merecen, por lo menos, que se les rece un padrenuestro, y se les dé digna o cristiana sepultura.