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El tiempo no perdona

La buena letra perdió su capítulo final el día que Rafael Chirbes decidió que el tiempo no hace justicia a nada ni reconcilia con los hechos pasados, es solo tiempo, una losa que pesa toneladas pero que no hace más llevadera ni más inteligible la existencia. Es una visión dura, sin concesiones ni complacencias, como toda la literatura final del áspero Chirbes, pero tan real como el dolor: por mucho que necesitemos pensar que la distancia temporal pone las cosas en su sitio, los años no curan.

Dolores de Cospedal se había introducido en uno de esos bucles de desmemoria y parecía haber olvidado sus actuaciones de hace una década. Pero el tiempo, ni la ha perdonado ni ha hecho más justificables sus decisiones de entonces (nos quedará el enigma de si personales o auspiciadas por un señor X, su único superior en la jerarquía del PP). El hedor de las cloacas siempre vuelve y ahora se ha llevado consigo la carrera política, a la que ya le quedaba poco, de la exministra. Ni partido ni congreso, el tufo se lo ha llevado todo por delante. Tampoco es para que la democracia saque mucho pecho, porque se va por las filtraciones interesadas de un espía sin más escrúpulos que los que caben en su cartera. Y se va después de disfrutar de diez años de gloria institucional y cuando profesionalmente ya le había salido la hoja roja (esa que en los paquetes de papel de fumar de antes anunciaba que el producto se estaba agotando).

Si alguien (pienso en Francisco Camps) cree que el tiempo lo devolverá al lugar del que lo arrancaron, que se pase por el cine. Dos jóvenes cineastas han estrenado en las últimas semanas su mirada del pasado reciente y el emblema común es la corrupción política. Es la marca que quedará de los primeros años del siglo XXI en España. El reino y Animales sin collar reflejan hasta qué punto ha calado en la conciencia colectiva y el papel protagonista de la Comunitat Valenciana y Andalucía en ese capítulo negro de la historia.

De la España de la corrupción hemos pasado a la de la crispación por la puerta del nacionalismo extremista. La batalla de València nos enseñó a los lugareños que los radicales aman los símbolos. Los necesitan porque representan la manera más directa y sencilla de llegar a la gente. Las ideas son un bien más escaso y de digestión más pesada. España revive ahora su peculiar guerra de banderas. El caso valenciano es la demostración de que los más violentos siempre son los que ganan estas trifulcas. Ya tenemos el primer ejemplo de una derrota de la razón: el teatro Olympia de València acaba de suspender las funciones del cómico Dani Mateo para «garantizar la seguridad» y evitar la «crispación» ante las amenazas recibidas. Pase lo que pase con la actuación, el gesto ya es una derrota colectiva.

Con ambiente político tan turbio cuesta escuchar a quienes intentan hablar de presupuestos y decretos. De las cuentas de aquí, casi sería mejor un acuerdo tácito para dejarlas pasar en año electoral: las presentadas para 2019 tienen tanta carga volitiva y condicional que no ayudan al crédito de unos gobernantes que en estos tres años han demostrado más seriedad y solvencia de la que todos les dábamos. Dicen que se trata de hacer política hasta el final de la legislatura, pero puede confundirse con hacer campaña a través de los números.

De las de España, Pedro Sánchez debería pensar, si no logra los apoyos parlamentarios necesarios para sostener sus presupuestos, que su incoherencia con los mensajes que dejó cuando Mariano Rajoy mandaba solo favorece a la estrategia de la tensión. Mejor sacar las urnas ante un escenario así para legitimarse y, si así lo quiere el respetable, cerrar bocas.

Hacer política con buena letra es gestionar el presente pensando en el bien común y no en el legado con el que nos contemplarán los libros de historia. El tiempo no perdona.

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