Eric Fassin es uno de los sociólogos más importantes de Francia. Autor de una serie de libros decisivos para comprender el presente (desde Democracia precaria: Crónicas de la sinrazón de Estado a Izquierda, el porvenir de una desilusión), ha prestado especial atención a la cuestión romaní, que no es lo mismo que la cuestión gitana, sino la de esos pueblos europeos orientales que constituyen la imagen de lo despreciable en nuestro racismo implícito. Cercano a un conjunto de estudiosos como Achille Mbembe -autor de Políticas de la enemistad-, o de Jean François Bayart -que ha puesto en circulación el concepto de nacional-liberalismo en diversos libros- o del mismo Yanis Varoufakis, Fassin es un especialista en racismo, emigración y sexismo.

Ahora Fassin acaba de publicar un libro en Herder -Populismo de izquierdas y neoliberalismo- y estará en Madrid presentándolo pasado mañana, jueves. El acto, en el que mantendré una conversación con él, lo organiza la revista digital Ctxt, que dirige Miguel Mora. Como se puede suponer, es un libro polémico y tiene en su punto de mira discutir las tesis centrales de Chantal Mouffe. Quizá esta disputa resulte demasiado especializada para el gran público, así que deberíamos estar en condiciones de presentar la tesis central del libro al margen de esas polémicas. Y esta tesis central dice que el populismo de izquierdas hace del asunto de la izquierda un mero calificativo que caracteriza a lo primario, al populismo. Frente a esta estrategia, Fassin propone una izquierda sustantiva primaria.

Esto significa que Fassin no se cree la retórica de construir un pueblo. Para él, lo importante es conformar la izquierda. Él supone que el pueblo existe en todo caso y que lo decisivo es activar a los públicos. Ese sencillo cambio de premisa implica una estrategia política diferente. El populismo de izquierdas cree que la gente que vota a los populistas de derechas tiene las preguntas adecuadas y las decepciones oportunas, pero ofrece respuestas equivocadas. En opinión de Fassin, estos populistas de izquierdas creen que esos votantes son los perdedores de la crisis, los abandonados por la austeridad, y que tienen razón en sus quejas contra la globalización, los representantes de la gobernanza mundial y las políticas que favorecen la emigración. Pero que se equivocan al reclamar un poder nacional autoritario, fronteras seguras y cerradas, y esgrimen sentimientos negativos hacia los inmigrantes. Al mirar así las cosas, los populistas de izquierdas creen que con una pedagogía adecuada que diluya sus sentimientos, esos populistas de derechas se pueden convertir en votantes suyos.

Fassin cree que esto es equivocado. Él considera que lo que hay en la base de estos populistas de derechas es completamente indeseable y nadie debería poner esfuerzos en cambiarlos de bando. Los votantes de Le Pen no se irán con Melenchon, ni los votantes de Trump se irán con Sanders. Esto es así porque, según Fassin, estos votantes están dominados por una pasión triste, el resentimiento, y con esa pasión es muy difícil construir nada que pueda reconciliarse con las pasiones de la izquierda, y sobre todo con la pasión de la igualdad. Por eso, en lugar de preocuparse por esos votantes, Fassin recomienda que los políticos se concentren en aquéllos que poseen sentimientos de izquierda y que, ante la carencia de representantes fiables, se han entregado a la abstención. Su apuesta es volver a incorporar a esos votantes desilusionados a los debates de los públicos, de tal manera que la sociedad instituya nuevos diagnósticos y constituya algo más solido que la democracia precaria que actualmente padecemos.

Superar la depresión militante, esa es la receta de Fassin, que implica abandonar la melancolía de izquierdas. Cree que eso significa abandonar una visión populista del universalismo republicano para abrirlo a un pueblo múltiple, esto es, a un adecuado universalismo republicano. De ahí pueden brotar las minorías cuyo poder sobrepasa mucho su número. Para él, lo que está en juego en el presente es el destino de la democracia, y esta forma de vida social y política no está garantizada con la formación del pueblo populista. Está mejor contemplada con una pluralidad minoritaria que no se disuelve en una unidad popular. La izquierda puede ser una de esas minorías plurales, pero si es clara y firme entonces puede movilizar públicos muy extensos.

La clave de toda esta propuesta reside en un diagnóstico sobre el neoliberalismo. Y este diagnóstico concierne a la tesis que defendí en mi librito sobre populismo. Allí sugerí que algo profundo ligaba el destino del neoliberalismo y del populismo. En cierto modo, yo venía a defender que el neoliberalismo genera el tipo humano desarraigado, desvinculado, descreído y desprotegido que está en condiciones de enrolarse en la política populista. Que se enrole en un populismo de derechas o de izquierdas dependerá de las tradiciones concretas de cada país. Pero suponía en todo caso que había un momento populista de tabula rasa, ese instante en que se revela la crisis de la representación y puede pasar cualquier cosa. Fassin no lo ve así y ofrece una idea que hay que pensar. El neoliberalismo no es ante todo una teoría económica, sino cultural. No erosiona el Estado, sino que lo fortalece. El neoliberalismo, en suma, es liberalismo para los ricos y nacionalismo autoritario para los pobres. Es liberalismo para las relaciones económicas y autoritarismo para las relaciones políticas.

Ese paquete entero es el neoliberalismo. No es una forma económica que tiene consecuencias políticas. Es una forma civilizatoria que tiene su forma económica y su forma política. Es una síntesis de economía global y soberanía nacional. Es decir, que el populismo no es una consecuencia derivada del neoliberalismo y ajena a su control, sino que forma parte del paquete neoliberal. «Por el hecho de ser liberal no deja de ser populista», dice Fassin. Lejos de ser una reacción imprevista de la lógica económica del neoliberalismo, el populismo es la manera de hacerle triunfar entre los votantes. Eso es lo que lleva al populismo autoritario de Trump. Usando a Stuart Hall, Fassin ve «el populismo como un arma al servicio del neoliberalismo y no un arma dirigida contra él».

En mi libro yo afirmaba las dos cosas: que el populismo es una reacción al neoliberalismo y que, sin embargo, no es un gran enemigo suyo. Sencillamente prepara, tras la debacle inevitable de sus políticas, una nueva vuelta de tuerca del neoliberalismo que aumenta su presión sobre todo lo público. Macri es un actor neoliberal que llevará más allá la debilitación del Estado, como Venezuela conocerá tras Maduro la mayor reprivatización de su historia. Así que en algo estamos de acuerdo: sea un arma del neoliberalismo, sea un enemigo débil, el populismo no es un fenómeno que inquiete al neoliberalismo. Más bien espera que algún día juegue a su favor.

Sin embargo, hay algo en el libro de Fassin que no parece convincente y supongo que ello será el objeto de nuestra conversación. En todo el libro hay una especie de fijismo de la ideología. Hay una cultura que sirve al populismo neoliberal, como se percibe en los electores de Trump. Por el contrario, hay gente de izquierdas que está deprimida, desilusionada, melancólica, y que debe recibir de nuevo los ánimos que produce el reagrupamiento de fuerzas. Hay gente de derechas, antiabortista, racista, sexista, supremacista, etcétera. Se trata de ganarles la partida. Puede que este diagnóstico se aplique bien a Estados Unidos con su bipartidismo radical y su enorme influencia de los movimientos religiosos, pero no estoy seguro de que sirva para Europa. Contra este fijismo de las posiciones ideológicas europeas, contra ese frente cultural, están las evidencias de los tiempos de crisis que nos hablan de una representación volátil, de frecuentes bandazos, de indecisiones, de representación reversible, de inseguridad. Y esto sobre todo en la juventud. La lucha política no está fijada, ni decidida. No es una identidad metahistórica. Está abierta y sigue sin decidir.