Las desigualdades son hoy el mayor sistema de alarma que denuncia una sociedad en fase de disolución. Del mismo modo que estalla el fusible al ser incapaz de resistir el alto voltaje, las insoportables y desmesuradas desigualdades alertan de la imposibilidad de convivir pacífica y decentemente. La vulnerabilidad de todo el sistema se mide por la desigualdad que sea capaz de soportar su población.

Sobre las desigualdades, que hieren y ofenden a la ciudadanía más frágil, crece un populismo agresivo, retrógrado e inhumano; que las considera bien como algo natural en todo tiempo y lugar o bien proponen soluciones milagrosas que, al ser impracticables, desactivan la acción progresiva y sostenida. Para legitimarse, se apoyan en retóricas intransigentes y trampas ideológicas que bloquean la razón, obstruyen la emancipación de los que están peor situados, rompen la solidaridad y frustran la esperanza colectiva.

La actual expansión populista tiene unas pésimas consecuencias para la construcción de una sociedad justa e inclusiva, a causa de la secesión de los ricos con la desmesura de sus riquezas que crean el abismo entre países pobres y ricos y provocan los éxodos migratorios. A causa, además, de la retirada de lo público con la exaltación de un individualismo posesivo que restringe los bienes de justicia y también por la exaltación de una libertad que, injustamente, mercantiliza las relaciones sociales y amenaza la cohesión interna y la paz mundial, como han advertido recientemente diversos líderes mundiales en la cumbre económica de Davos.

Se equivoca el populismo cuando hace estallar todos los amortiguadores que los procesos civilizatorios crearon para limitar y controlar la avidez y desmesura de la riqueza. Entre los que se cuentan los derechos humanos, la igualdad de oportunidades, la garantía de mínimos, los convenios colectivos, la universalidad de los bienes de la justicia, el valor de la inclusión o las medidas redistributivas.

Se equivoca, asimismo, el populismo cuando cree que el problema sólo requiere medidas benéficas y no tanto derechos sociales, medidas de seguridad y no de promoción, medidas segregadoras y no inclusivas; cuando en realidad solo precisa una verdadera transformación del sistema económico, laboral y fiscal. Vuelve a equivocarse cuando sitúa las causas de las desigualdades en quienes las sufren y no en quienes las causan. Cuando las desigualdades mundiales expulsan de sus casas a millones de personas, y un escandaloso 1% dispone de lo que necesita el 99% de la población restante, es inevitable preguntarse cuánta riqueza se puede acumular sin entrar en contradicción con lo que precisan quienes menos tienen.

Se equivocan igualmente quienes, ante la dificultad de revertir radicalmente la injusticia se niegan a iniciar procesos que reduzcan el sufrimiento evitable. Ciertamente, la solución definitiva no será la renta básica de ciudadanía pero, sin ella, no habrá una sociedad decente. No son suficientes los bienes de justicia pero, sin ellos, no habrá convivencia civil. Puede que las medidas fiscales a las grandes empresas no solucionen la crisis global pero, sin ellas, no habrá una cierta equidad. La respuesta definitiva no se encuentra en la reforma laboral pero, sin ella, no habrá paz social ni convivencia cívica. Con el rechazo al progreso socioeconómico, los populismos desprecian la negociación entre los agentes políticos, los acuerdos con los implicados, los consensos con los actores sociales y el empoderamiento de las personas descartadas. El camino de la polarización no marca la salida en la buena dirección. La defensa de la libertad de elección no justifica la segregación escolar por sexos, que se daría en las aulas para niños y niñas; ni por vivienda, que se produce entre barrios privilegiados y desfavorecidos; ni por el lugar donde se ha nacido, que impacta entre inmigrantes y autóctonos; ni por las oportunidades que disponen quienes se sienten como ciudadanía de primera clase y de segunda.

Estos efectos perversos los constatamos a diario en la Fundación Novaterra, al intentar simplemente colocar las piedras para que, quienes son más frágiles, puedan cruzar el río. No deberíamos olvidar que, cuando los populismos dinamitan todos los puentes, en la otra orilla sólo hallamos el abismo.