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Historias de violencia y religión

Afalta del auténtico, la Generalitat decidió traerse una predela (la parte baja a modo de altarcillo) del gigantesco retablo de San Jorge -más de seis metros de altura-, también conocido como retablo del Centenar de la Ploma o de la Batalla del Puig, predela que se ha comprometido a restaurar. Para completar la pequeña muestra de la misma se han hecho fotografías de gran tamaño del retablo y una sesión de hologramas. Tan importante esfuerzo para visionar siquiera de modo ilustrativo esa pintura en dos focos públicos a la vez -el mismísimo Palau de la Generalitat y el Museo de Bellas Artes-, pone de relieve el interés simbólico que las autoridades han depositado en el susodicho retablo, adquirido a mediados del siglo XIX por el Victoria&Albert Museum de Londres a un anticuario parisino por una risible cantidad, algo más de unos 100.000 euros actuales, aunque entonces pudo parecer una fortuna. De cómo salió esa enorme pieza pictórica de Valencia, y de España, nada se sabe.

No es la primera vez que la Generalitat intentaba un acercamiento al V&A. Tal vez ese interés valenciano por recuperar una de las joyas históricas del antiguo Reino haya revalorizado la obra a ojos del propio museo albertiano, que solo desde hace unos años la exhibe centralmente en una gran sala cuando se ha pasado décadas junto a una escalinata. Fue en el mandato de Francisco Camps, durante la etapa en la que este político intentó una vía goticista que con rapidez fue frustrada por Madrid, cuando también se convirtió el retablo de San Jorge en un claro objetivo legitimador del poder valenciano: a Londres que se fue comisionado el sabio Eduard Mira, quien inició las negociaciones con los británicos, encalladas finalmente no tanto por el carácter pirata de los ingleses sino por el atropello que sufrió el ensayista de la tercera vía a manos de un taxista que conducía un típico carbody londinense.

De la pintura conocemos muchos detalles, pues ha sido una de las obras más estudiadas desde tiempos de Elías Tormo, a pesar de lo cual sigue planteando numerosos interrogantes. No está tan claro que lo pintara el sajón Marçal de Sax, o que lo hiciera en solitario, ni tampoco que fuera encargado por la milicia del Centenar de la Ploma, ni que estuviera en la parroquia de San Jorge -hoy destruida, como tantas otras cosas en València, tras levantarse durante siglos en la plaza de Rodrigo Botet-, o en la sede del Centenar, la casa de los Ballesteros, junto al Teatro Principal. Donde nunca estuvo, desde luego, es en la antigua plaza del Centenar de la Ploma que, ahora, se llama del fallero Pere Borrego, lo que produce mucho mareo al arquitecto Ramón Esteve, que mantiene su estudio allí mismo.

Para quien no conozca el retablo diremos que, en su parte central, destaca la imagen de San Jorge luchando contra el dragón en presencia de una princesa, así como la famosa escena de una batalla -que podría ser la del Puig o tal vez cualquier otra- con un caballero formidable a lomos de un caballo que viste una gualdrapa (la vestimenta equina) con los colores llamativos de la señera de la Corona de Aragón, y que muchos quieren identificar con el rey don Jaime, aunque éste no estuviera presente en aquella carga de caballería pesada contra los sarracenos un siglo y pico antes de que se pintara la supuesta batalla previa a la toma de la ciudad de València.

No tan llamativas son las escenas que circundan las anteriores y que representan el martirio de San Jorge de Capadocia. Esas historias que se cuentan en el retablo insignia del pueblo valenciano no pueden ser más escabrosas, incluyendo la definitiva ejecución del santo miembro de la guardia del mismísimo emperador Diocleciano, y quien al no abjurar de su fe terminó torturado y partido en dos, de pie, de arriba abajo, con una especie de hoja mitad cuchillo jamonero mitad guillotina protomedieval. Muy ejemplar en su momento quizás, pero totalmente incorrecto para la política y la pedagogía actuales.

Los mitos de San Jorge, en plural, son el resultado de un crisol de tradiciones y reescrituras ciertamente prodigiosas. Su rastreo nos desvela las simientes narrativas que se produjeron en torno a los siglos III y IV, alrededor del Edicto de Milán que oficializó la religión cristiana en el Imperio Romano, cuando los relatos sobre martirologios constituían una eficacísima forma de evangelización. Es la época también de nuestro San Vicente Mártir, arrojado a un muladar tras sufrir torturas. Las historias jorgianas son todavía mucho más truculentas pero también muy fecundas pues del mismo modo serán recogidas por la tradición bizantina y la literatura islámica mientras que, en los siglos medievales posteriores, se fusionarán con las leyendas lunares de los bosques europeos, el mundo de hadas y embrujos que darán lugar a los motivos del santo con los dragones.

Lo subrayable del caso que nos ocupa: la Generalitat amplificando una pintura gótica que normaliza la violencia de una época pretérita, es que tal reivindicación se produce cuando, a día de hoy, existe un amplio debate entre educadores y la industria actual de los contenidos -series de tv, videojuegos€- por la sobreexposición -el sharenting- de los niños a la violencia. Pero ocurre que los psicólogos no se ponen de acuerdo en si la contemplación de la sangre provoca su rechazo o, por el contrario, induce a su asimilación€ o lo uno o lo otro en función de cada personalidad absorbente. Las virulentas guerras de religión por un lado frente a la propia mística religiosa como factor de civilización pacificadora por otra, son un buen ejemplo de esta ambivalencia que recorre la historia del ser humano. Por eso convertir la historia en hechos absolutos y justificadores resulta un tremendo error.

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