Hace tan solo unos días apareció sobre un muro de la Vyse Street (en el barrio de los joyeros de Birmingham), la última acción de Banksy. En ella, Ryan -un sintecho-, se recostaba sobre un banco público convertido en un trineo imaginario adherido a una tapia de ladrillo, mientras dos renos pintados sobre la pared tiraban de él remedando a los que transportan en el aire a papá Noel.

El arte como Agit-prop, dio comienzo en Occidente el día 4 de diciembre de 1563, cuando tuvo lugar la clausura de la sesión XXV del Concilio de Trento, en la que se hizo explícita referencia a la oportunidad del culto de las imágenes, a través de su representación.

Desde aquel momento, la ideología iba a transitar desplazando el concepto de la «creación» humanista del Renacimiento, para llegar hasta desbordar los límites que el ser humano pudiese concebir, incluyendo desde figuras angélicas, hasta las torturas más despiadadas e inimaginables, procurando inducir a la oración, al arrepentimiento y al temor a Dios. El impulso, entonces, de una larga serie de sucesivas performances, fue azuzado por el radicalismo clerical de un populista fanático como Carlos Borromeo, arzobispo de Milán y ponente del Concilio, que promovía dramáticas procesiones penitentes, en las que se incluía descalzo con una soga en el cuello, precedido por mil flagelantes, entretanto exigía un estricto control de todos los actos piadosos. En ese ambiente se desarrolló Caravaggio (1571-1610), uno de los grandes genios de la historia del arte, y autor en 1608 de La muerte de la Virgen; obra maestra que, junto a Los fusilamientos de Goya, y el Guernica de Picasso, forman parte de lo que, a mi juicio, supone, la cima de la radicalidad de los conceptos representados en el universo pictórico.

Todo aquel dramatismo dio un giro vertiginoso poco tiempo después, cuando en 1605, Pablo V, un papa Borghese, tomó la decisión de que las representaciones eclesiásticas dejaran a un lado la violencia para mostrar escenas de una Gloria triunfante, en las que el movimiento atrevido, los escorzos, la recreación de la belleza, y los apliques dorados, fuesen la representación del Más Allá; optando por las pinturas preciosistas de Annivale Carracci y de Guido Reni, que darían paso, después, a la prodigiosa escultura de Bernini. Desde aquel momento, el primer Barroco se fue replegando en retirada. Y, con él, la radicalidad del concepto, recuperada para la historia del arte desde supuestos distintos en los últimos periodos de Goya; en Las puertas del Infierno de Rodin; en la complejidad teórica de Le Grand Verre de Duchamp; o en la fotografía bélica de Robert Capa.

Cuando la teoría de la Vanguardia optó por la originalidad como valor, impulsó el universo creativo como poética progresiva, tal que al uso del desarrollo científico, y como es bien sabido, uno de sus primeros grandes textos lo anunciaba: «De lo espiritual en el Arte». Así, el Agit-prop se fue circunscribiendo a episodios puntuales de los comunistas, futuristas, surrealistas, o frente a otras dictaduras y violencias bélicas. Entretanto, la radicalidad desde la estética en marcha, tenía expresiones más circunscritas, como las del accionismo vienes; alcanzando actualmente, incluso a los disparates de Damien Hirst.

Así las cosas, y después de experimentar la gran proliferación de museos y de colecciones privadas dedicadas al arte contemporáneo, podemos observar que se hallan ante una nueva encrucijada, habida cuenta de que no tiene el mismo interés mostrar la vehemencia de una creación reciente, que el relato -ya transcurrido- de su mera secuencia histórica. De tal suerte, que aquello que fue nuevo, va perdiendo paulatinamente su atracción para quedar alojado en un circunscrito - y con frecuencia, frágil- contenido estético. Entonces, o se dispone de obras muy singulares y de rigurosas investigaciones; o es conveniente reinventarse.

A este respecto, en la última reunión del Consejo Internacional de Museos, ya se hicieron propuestas favorables a que estos centros introdujesen en sus relatos aspectos propios de los compromisos y los vacíos que acechan a la sociedad contemporánea. La cuestión es, si estas ocupaciones vinculadas a asuntos de indudable interés: la mujer, la ecología, la homosexualidad, la inmigración, la igualdad, o incluso a geografías tales como la mediterraneidad; integran, o bien, desplazan a la secuencia del arte moderno atesorado, de su auténtico «estar en», en el sentido inclusivo que propugnaba Heidegger; habida cuenta de que, aún hoy en día, la producción artística sigue más enfrascada en las poéticas y en los estilemas dirigidos al mercado, que a inmiscuirse en el arriesgado mundo de los compromisos. E, incluso, entre los propios graffiteros, hallamos a los que ensucian, a los que decoran; siendo pocos los que comunican.

Es en este último espacio en el que podemos reencontrar a Banksy que, más que un artista concreto, se ha conformado en un prodigio sociológico, habida cuenta de que sus aisladas acciones adquieren una especial singularidad por el misterio que encierran, por la armonía que traslucen; pero, muy especialmente, por el modo en el que transmiten en ausencia de los tópicos de las proclamas, de la simbología oportunista, o del insulto fácil. Por ello lo estimo como un creador consciente de su inmersión, de su saber «estar en», sabiendo conjugar el equilibrio con la gravedad de su mensaje. De tal suerte, que lo podemos apreciar, tanto, un precursor, como un último, aislado, moderno, y afortunado barroco.