U n amigo me pidió que escribiera algo sobre naturaleza y cultura. Sería pretencioso zanjar en unas líneas una cuestión debatida desde la ilustración.

Cicerón, en De finibus Bonorum et Malorum, afirma: «ante todo, llamemos estimable a lo que es conforme a naturaleza... y llamemos inestimable a lo contrario de lo estimable. Las cosas conformes a la naturaleza son apetecibles por sí mismas y las contrarias deben ser rechazadas». Y el primer deber del ser humano es mantenerse en su naturaleza biológica y racional (o cultural/espiritual): ambas a la vez; y en el mismo sentido, hacia los demás: somos sociales y dependientes.

Cervantes pone en boca de D. Quijote «que el natural poeta que se ayudare del arte será mucho mejor y se aventajará al poeta que sólo por saber el arte quisiere serlo; la razón es porque el arte no se aventaja a la naturaleza, sino la perfecciona». Traducido al tecno de nuestros días, nunca una prótesis, por muy sofisticada que sea, mejorará lo que la naturaleza me ha dado. Una pierna biónica no hará sentirme más feliz que mi propia pierna, aunque me haga correr una maratón rompiendo todas las marcas. Y, desde luego, no me hará mejor persona. Contemplar una puesta de sol es una delicia, pero no es lo mismo ver esa imagen en un lienzo del pintor valenciano Antonio Muñoz Degrain, por muy preciosista y colorista que sea: lo uno no disminuye lo otro, sino que lo realza.

De los anteriores presupuestos se deriva que el ser humano, que forma parte de la naturaleza, no ha de anularla, prescindir de ella o actuar contra ella: sería una deshumanización. A su vez, el hombre sin cultura es extranjero en su propia humanidad: es un bárbaro deshumanizado. El actual problema medioambiental radica en esta falta de compenetración entre naturaleza y cultura. Hay dos corrientes escindidas y antagónicas: la tecnocrática, que intenta dominar la naturaleza para superarla hasta la virtualidad de una pantalla de plasma, en la que rige un criterio de eficiencia deshumanizante; o la del estado «natural», naturismo, veganismo etc., en la que la naturaleza hay que dejarla que vaya a su bola; y el hombre es un animal más, pero con la potencialidad de destruir a esa misma naturaleza (depredador malísimo). Se puede incluso ser, a ratos, o en facetas, tecnocrático y naturista. Son las consecuencias de dos propuestas contrarias: Descartes, que fantaseaba con un hombre, que jamás ha sido niño, pues aparece en la plenitud de su razón; y Rousseau, que fijaba como modelo al niño, el buen salvaje, en «estado natural». Pero, tanto si sabe todo por sí mismo [lo que sería una desgracia] como si no sabe nada [aprobado general, todos igualmente indocumentados], el individuo que ambos «diseñan» coincide paradójicamente en que no ha recibido nada de sus padres o enseñantes (tradición/ entrega). De todos los seres vivos, el hombre se distingue por el hecho de que necesita de la cultura (de los otros) para vivir conforme a su propia naturaleza y en la naturaleza. Es éste un carácter singular de nuestra especie. Porque el animal es, contrariamente a nosotros, un ser de inmediatez: el pato cuando rompe el cascarón se mete en el agua y nada.

Lo fetén es que haya armonía entre naturaleza (que es racional) y nosotros. No hay ciencia/cultura/arte sin naturaleza (o contra ella), ni naturaleza (humanizada) sin cultura. Y vio Dios lo que había creado, también al ser humano, narra el Génesis, y exclamó que todo era muy bueno.