Aprendí a hablar en valenciano durante mi infancia en Alberic, donde mis padres vivieron durante varios años. En aquella época, aunque los maestros nos hablaran castellano, el uso social del valenciano era generalizado, sin ninguna restricción, persecución o reprimenda, ni siquiera por los más proclives a la dictadura. Desde entonces ha sido para mí un elemento cultural de primer orden, y lo utilizo con fluidez casi a diario. He publicado en valenciano y fui uno de los componentes del CVC que se ocupó por llegar a un acuerdo sobre la lengua, que rubriqué con la mayoría de mis compañeros, constituido en precedente para la creación de la AVL en 1998. Así pues, tengo que entender que, tanto la AVL como el IEC la UIB hayan tomado la iniciativa de contribuir a avanzar en una nueva etapa en la que las normas convergentes permitan la variación interna de cada uno de los territorios. Recuerdo, que en mi etapa como Director General de Patrimonio, tuve que asistir en Toledo a una reunión sectorial de los consejeros de cultura de toda España, presidida por la entonces Ministra de Cultura, y ahora Vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo. Mi presencia allí era debida a que el Conseller Font de Mora delegó conmigo. Después de una reunión fluida y en un ambiente cordial, nos reunimos a comer en un restaurante muy próximo al lugar en el que Wingaerde y El Greco decidieron pintar sus famosas «vistas» de la capital castellana. A mi lado coincidió el Conseller de Cultura de la Generalitat de Cataluña y compartió la mesa el Consejero de Madrid, de origen catalán. Al poco, el primero me invitó a que iniciásemos una cooperación cultural fluida, habida cuenta de que poseemos elementos compartidos; lo celebré, aun insistiendo en mi carácter delegado. Al abordar el tema de la unidad lingüística, le mostré mis argumentos: «€esto de la unidad tiene unos valores objetivos y al mismo tiempo, emocionales. Es, como las vírgenes -esta comparación recabó la atención de los otros comensales-: los historiadores y los teólogos -continué-, afirman que solo una mujer fue la Madre de Dios. Sin embargo, vosotros tenéis a la de Montserrat y nosotros a la de los Desamparados. Yo no sé qué sucedería en Barcelona, si se nos ocurriera intercambiarlas; lo que sí que te puedo asegurar es que, si la vuestra saliera sustituyendo a la nuestra en el «traslado» de Valencia, se montaría un cisco tremendo por haber alterado nuestro valor simbólico sobrepuesto, aun siendo ambas, referencias puntuales de una misma persona». Tras aquel breve intercambio, pasamos a ocuparnos del delicioso sabor de los manjares.

A pesar de que algunos lingüistas defiendan que el idioma sirve como un instrumento para explicarse el mundo, yo no lo veo así; porque, a mi juicio, lo que sirve para explicarse el mundo es el contenido de lo que se dice o se escribe, con independencia de la lengua que se use. Si hoy en día, en occidente, el inglés es cada vez más un habla compartida, no significa que por ello seamos progresivamente anglosajones. Incluso cuando una lengua está fuertemente colonizada por otra (tal ocurre con el entendimiento científico y económico actual, a todos los niveles), tampoco tienen por qué afectarse los aprecios, mientras se participa en los avances objetivos que a su través se comunican. Es decir, no se levantan recelos cuando estamos en el mundo específico de los contenidos o en el de los instrumentos. Pero es distinto, si entre ellos se interpone el de las identidades y las emociones, que también tienen que ver con los vínculos que establecen los lenguajes. Hasta el punto, de que no puede haber mayor freno a un desarrollo instrumental de cualquier naturaleza, que la posibilidad de entrever que conlleva elementos inciertos e inseguros.

Para ello, el lugar de la AVL a este respecto, debe estar fuera de toda duda; pero estarlo no depende de las reiteradas declaraciones de sus propios componentes, sino de la percepción colectiva que de su quehacer se derive, por encima de los textos eruditos, las declaraciones universitarias o las culpabilizaciones manidas hacia una determinada burguesía, o a señaladas opciones políticas. Hasta el punto, de que el fundamento de esa institución, por encima de tener como objetivo unificar y extender más allá el uso normativo, debe ser facilitar aquel correcto contenido normativo que contribuya a incrementar el uso social del valenciano. Y para conseguirlo, no hay otro camino que seducir a aquellos que aún no lo están, evitando plantear cuestiones que alejen considerarlo como un elemento «propio».

Durante las últimas décadas hemos asistido a un auge exponencial de la valoración colectiva hacia los bienes inmateriales, de tal suerte, que han desplazado en su importancia a los muebles o a los inmuebles, que se ven alterados por los cambios vertiginosos que experimentan las sociedades actuales. Ha sido en ese camino donde el imaginario colectivo se ha ido preparado para superar cualquier distorsión deliberada de la propia realidad, entendiendo bien qué se le intenta transmitir. Como ocurre con la televisión regional que, aunque se vista de seda, igual se queda.

Indudablemente, la resolución que aprobó en su día el CVC contribuyó a estrechar lazos de comprensión y de tolerancia, y muy, especialmente, a disipar desde el entendimiento, la llamada Batalla de Valencia. Pero también es posible que, de no haberse planteado en su momento tan importantes diferencias, no se hubiesen podido superar; y, de persistir, la situación, ahora sería distinta, mucho más difícil y enconada. La actividad de la AVL ha sido desde entonces encomiable, incorporando términos de uso común, propios, científicos, familiares y cercanos. Sin embargo, este nuevo acuerdo la sitúa ante un reto, si cabe más difícil: que perviva como un elemento útil y apreciado por la inmensa mayoría, y que todos los ciudadanos amemos a nuestra lengua propia con la absoluta certeza de que detrás no hay intereses predeterminados e ideológicos.