El Museo del Louvre de París, considerado junto al Prado el más importante a nivel mundial para la pintura clásica de autor, la que abarcaría entre el final de la Edad Media y el arranque de la premodernidad, acaba de comprar por dos millones de euros una pequeña pieza de un pintor valenciano del siglo XV, Joan Reixach. La noticia no ha merecido más comentarios locales a pesar de su trascendencia museográfica.

Reixach es un artista nacido en fecha y lugar sin documentar, aunque lo más probable es que fuera en alguna localidad ampurdanesa durante la segunda década del siglo XV. No obstante, en fecha muy temprana se desplaza a Valencia, donde se le localiza en 1431 y ya no dejará de trabajar en el Reino de Valencia hasta su fallecimiento en 1486, convirtiéndose, sin duda, en el más importante pintor «valenciano» de la segunda mitad del quattrocento, cuyo trabajo culminante serán los dos grandes retablos de la Cartuja castellonense de Valldecrist en Altura, parte de cuyas predelas se pueden contemplar en un pasillo del museo de Bellas Artes de Valencia.

Nuestro artista está considerado el eslabón fundamental entre la pintura del llamado «estilo internacional» y la corriente «flamenca», la que más gustaba en la Corona de Aragón durante el primer Renacimiento frente a la estética italiana que había importado Rodrigo Borja a la Península en 1472. El más famoso e importante pintor europeo de aquella centuria no era otro que Jan Van Eyck, conocido como Johannes, favorito de Alfonso el Magnánimo y del que se sospecha que pudo visitar Valencia y la judería de Sagunto en busca de cítricos y paisajes para su retablo del Cordero Místico en Gante. También se considera que recibió en su taller a diversos aprendices «becados» por el propio Magnánimo.

Reixach, precisamente, tenía en su poder una pintura original de Van Eyck cuando en 1448 redactó su propio testamento, veinte años después de la supuesta visita del pintor de Brujas a Valencia y siete tras el fallecimiento del gran maestro flamenco. Y fue alumno de Gonçal Peris, de quien se conserva una virgen Verónica delicadísima en el Museo de Bellas Artes de Valencia. Esa pieza, que tiene a la virgen por una cara y un Cristo por el envés, era la favorita de quien fue el gran director del Bellas Artes, prácticamente su único museógrafo solvente en décadas, Fernando Benito.

La que ahora ha comprado el Louvre es justo otra Verónica bifaz, prácticamente la misma que hay en Valencia salvo que Reixach añade al tema de Peris un dibujo y una pincelada mucho más detallistas, miniaturismo al gusto vaneyckiano, tanto en las telas como en las joyas que engalanan a la virgen. Ese gusto por el detalle lo motivaban razones estéticas que entroncaban con el nuevo humanismo filosófico de Guillermo de Ockham, el primer teólogo que quiso distinguir el raciocinio de lo hombres de la fe religiosa y que tanto influirá en el empirismo anglosajón posterior de Locke y Hume basado en la experiencia como fuente del conocimiento. «Hago lo que puedo», dejó escrito Van Eyck en la trasera de uno de sus famosos óleos de complejas perspectivas.

Esa virgen flamenquizada -humanizada, hermosa y elegante, una reina más que una mística- apareció por primera vez en una exposición del Louvre en 1904 considerada como una pieza francesa. Y no fue sino José Gómez Frechina, discípulo de Benito y posiblemente la máxima autoridad actual en pintura gótica valenciana quien, con motivo de otra exposición en el San Pío V, en 2001, atribuyó la Verónica «francesa» a Joan Reixach, una atribución que dos décadas más tarde solo ha hecho que ser corroborada por los mayores especialistas en la materia, incluyendo ahora el propio Louvre.

Al hilo de los pormenores historiográficos descritos, el lector debería saber que en tanto el Louvre ha reconsiderado el valor artístico de la pintura gótica valenciana, Gómez Frechina tuvo que irse de Valencia a trabajar en una casa de antigüedades de Madrid, cumpliendo esa especie de maldición del autoexilio tan típico valenciano y que en su día sufrió también el actual director del Prado, Miguel Falomir, cuya valía se ha terminado por reconocer fuera de la plaza de Valencia.

Mientras, y desde el fallecimiento de Benito, el Museo de Bellas Artes de Valencia -del que se nos llena la boca para decir sin más argumentos que es la segunda pinacoteca del país- sigue en la máxima provisionalidad: no se ha terminado su remodelación, no ha consolidado una dirección experimentada, no tiene proyecto de ley autónoma ni un patronato adecuado, no ha resuelto amigablemente su «conflictiva» relación con la Academia, carece de los fondos presupuestarios necesarios para dotarse de personal técnico y de un buen programa de exposiciones e investigación y, desde luego, no cuenta con un plan ambicioso a la altura de su importancia, incuestionable al menos en la pintura gótica europea. Todo lo contrario de lo que anuncia el Bellas Artes de Bilbao con su proyecto de modernización de la mano de Miguel Zugaza y Norman Foster.

En la Generalitat hace tiempo que el museo les viene grande, grandísimo, tanto que el último director del Bellas Artes se volvió a casa a los pocos meses de su nombramiento sin haber acometido una sola exposición propia. Y en el Ayuntamiento ni siquiera se han planteado la reordenación urbana del margen norte del cauce para evitar que una especia de calle-autopista cercene la accesibilidad tanto al museo como al jardín de Viveros. En las inmediaciones, además, duerme el sueño de los justos el convento de la Trinidad, otra joya gótica de la historia valenciana, el espacio donde vivieron Isabel de Villena y Jaume Roig, que podría convertirse en el gran museo del siglo de Oro valenciano, el XV, no hay otro, un periodo perfectamente desconocido por los valencianos y que, al parecer, les importa una higa a las élites actuales, capaces de hacer una bochornosa muestra de fotografías del retablo del Puig que sigue atesorando el Victoria & Albert de Londres.