Cuando hoy conmemoramos los 110 años del nacimiento de Miguel Hernández, la sensación que albergamos muchos lectores del poeta es, cuanto menos, agridulce, extraña y desconcertante. Me gustaría afirmar sin reservas que un autor como él, distinto, intenso, profundo, rabiosamente humano, arrebatado y silenciado de la historia oficial de este país durante treinta años, era ya una asignatura aprobada. Me encantaría escribir este artículo desde la fe, desde el convencimiento de que Hernández, gracias a una paciente labor de décadas, de estudios, de reivindicaciones, de divulgación, es, por fin, un poeta enteramente nuestro, limpio de prejuicios y de tópicos, de injurias y de odios.

Un día como el de hoy sería para mí y para muchos el día de Miguel, el cumpleaños de ese joven escritor de Orihuela que logró sobrevivir a sus verdugos, a quienes bendijeron su muerte y prohibieron sus poemas, sus libros, su historia y su verdad. Sonreiríamos, detrás de las mascarillas, por la victoria de la razón, por aniversario de un poeta innegociablemente de todos, necesario, estudiado y leído en las escuelas como una lección infinita de coraje, de superación, de amor, de inquietud, de integridad, de conocimiento... Celebraríamos desde la certeza —vencido el tiempo de aquellos vencedores— que poema como ‘Nanas de la cebolla’, ‘El niño yuntero’, ‘El herido’, ‘Las abarcas desiertas’ o ‘Vientos del pueblo’ llegaron para quedarse, para instalarse en nuestras vidas como una banda sonora, como la partitura de nuestros mejores años.

Sin embargo, un año tan innoble y corrosivo como el que nos ha tocado en suerte ha traído también oscuridades y miserias, ha abierto algún sarcófago de ese pasado que nos ruborizaba y ha permitido que la sinrazón desenfundara su sable. Ocurrió el pasado febrero, pero las redes sociales aún echan humo con la noticia de que unos versos de Miguel, por orden municipal, habían sido excluidos del memorial a las víctimas del franquismo en el cementerio madrileño de la Almudena.

La primera lectura que podría desprenderse de una decisión sencillamente insensata (casi ochenta años después de la muerte de Hernández, no lo olvidemos) era que el odio había regresado: el odio a unos versos y a un poeta, y también a esa palabra, libertad, que tanto peligro encierra y tanta sangre ha derramado desde que el hombre acecha. Ochenta años después, en la misma ciudad donde, sin la menor garantía jurídica, se le condenó a la pena capital, se apartaba al autor de ‘Cancionero y romancero de ausencias’ de un espacio público donde su voz y su ejemplo se prometían imprescindibles.

Las preguntas son muchas después de tanto camino andado. ¿Quién teme a Miguel Hernández? ¿Qué capítulo nos hemos perdido para vernos inmersos de nuevo en el pasado? ¿Cómo explicar a esos niños que leen sus poemas en la escuela que, en pleno siglo XXI, se borran sus versos, se devuelve al poeta a aquel viejo silencio?

Pensemos que todo ha sido un error y un delirio, de esos que se cometen, como decía Antonio Machado, por despreciar cuanto se ignora. Pensemos que ese insulto a la sensibilidad y a la inteligencia ha sido el efecto anticipado de la pandemia que sufrimos y que, más temprano o más tarde –siempre nos queda la esperanza–, el alcalde de Madrid y sus correligionarios, libres de prejuicios, consignas y obediencias, bajarán al arrullo de la tierra, leerán al poeta y sentirán tristeza de sí mismos.

Es un año extraño para todos y no conviene equivocarse de enemigo. Ante cualquier partida o afrenta, Miguel Hernández siempre juega en casa y su afición se cuenta por legiones, por ejércitos de lectores de los cinco continentes. El miedo ya no vale. Lo que vale es palpar la verdad de un poeta injustamente castigado por la historia en un tiempo innoble y ruin. Acercarse a él, a su obra, es tan recomendable como propagar su nombre, ya sea en plazas, calles, escuelas, universidades, parques, bibliotecas o, por qué no, en aeropuertos como el de Alicante-Elche, al que le sentarían muy bien esas dos palabras –Miguel Hernández– para recibir con los brazos abiertos a los viajeros del mundo, a cuantos llegan a la bendita tierra donde hace 110 años nació el poeta.

Hace unos días, redactando las últimas líneas de un libro que pronto verá la luz en homenaje a Joan Manuel Serrat, cité estas palabras del cantautor que me parecen iluminadoras: «Miguel Hernández es un poeta fundamental. Los poetas fundamentales no están encerrados en un tiempo, les ocurre que su poesía trasciende de su contexto histórico porque su obra está arraigada en los elementos fundamentales. En el caso de Hernández estos son la tierra, el cielo, los pájaros, la naturaleza, el mundo sólido en el que planta toda su poesía y desde la que la lanza al mundo».

No encuentro hoy mejor final para celebrar con ustedes el cumpleaños de Miguel. No veo fórmula más oportuna para espantar el miedo, para festejar el amor a la vida.