Bernie Sanders lo sabía y lo dijo. Donald Trump lo sabía y lo viene anunciado una y otra vez. Los electores lo sabían, pero no lo quisieron decir. Los únicos que no se enteraron fueron las empresas de encuestas. Estados Unidos está donde se temía, y eso significa que comienza a transitar por el peor de los caminos posibles. Cuando escribo estas líneas todavía la mejor crónica de la jornada electoral la escribió Sanders el 24 de octubre. Entonces, como ahora, estaban en duda los estados de Pensilvania, Michigan y Wisconsin. Más importante todavía es que la crónica del futuro inmediato está anunciada con las declaraciones que Trump viene expandiendo desde hace meses. Recurso al Tribunal Supremo y semanas, si no meses, de incertidumbre hasta que el 20 de enero haya presidente. Y ahora alcanza pleno significado las prisas por cubrir la vacante que en dejó en el tribunal la muerte de la famosa y reconocida jueza Ruth Bader Ginsburg.

No podemos decir que la situación no fuera previsible. Los que estaban dentro, ‘in the loop’, lo sabían. Los miedos de unos y las amenazas de otros lo dejaron bien claro. Que no lo supieran las empresas de sondeos testimonia que son fáciles de engañar, si no es que se engañan a sí mismas. Otros elementos de observación más conceptuales no se dejan engañar tan fácilmente. Pues la verdad es que la propia estructura de Estados Unidos, la propia evolución de su sociedad, hacía improbable que el resultado electoral fuera el que esas empresas habían predicho; a saber, que Joe Biden ganase por un amplio margen. Se ha demostrado elección tras elección, antes incluso de 2016. Hay una continuidad entre lo vivido el martes pasado, el anterior triunfo de Trump y los anteriores triunfos republicanos. Los mismos estados decisivos, los mismos momentos claves, las mismas zonas de sombras, las mismas adhesiones del medio rural y las mismas decepciones de las zonas industriales. Trump es un representante convencional de los veneros estructurales del voto republicano, nítidos en un país roto.

Por eso, el aspecto que ofrece Estados Unidos a la luz de estas elecciones no es que arrastre problemas de hace 400 años, como afirmaba John Mulholland, director de ‘The Guardian’ en EE UU. Es un país bloqueado por desequilibrios y fracturas evolutivas para las que no tiene capacidad de respuesta desde sus instituciones, tal como están constituidas. En eso, y en carecer de elementos de consenso para reformarlas, se parece a España. Y por eso, en el impás emerge un representante que no se arredra ante la posibilidad de forzar la legalidad vigente y despreciar la institucionalidad de una forma explícita. La fractura real en estas elecciones no es tanto entre derechas o izquierdas, sino entre los que ven en serio peligro la institucionalidad norteamericana y se prestan a defenderla, y los que preparan una respuesta a esos desequilibrios que garantice su posición de poder forzando la legalidad.

Para ello, Trump exige considerar inválidos los votos de millones de votantes, emitidos según las leyes vigentes en sus propios estados. De imponer el criterio de Trump con una sentencia del Supremo, el sistema federal de EE UU saltaría por los aires. Ya varios gobernadores han asegurado que los votos serán contados hasta el final y no van a permitir que su poder legítimo sea pisoteado. Un tribunal central que decida quiénes constituyen el pueblo de cada estado, y por tanto la amplitud del pueblo de Estados Unidos para nombrar a su presidente, producirá una fractura institucional gravísima. En realidad, constituye una estrategia de libro sobre los golpes de Estado modernos. Recordad Weimar. Todo empezó allí con la destrucción de la estructura del poder de un estado federado hostil, Prusia; luego, con la ilegalización de los diputados comunistas y, por tanto, con la drástica reducción de la representación popular.

Más grave todavía es que Trump se disponga a esta estrategia mediante una presión intensa de la calle, alentando en sus últimos comunicados la idea de fraude y de robo electoral, y proclamándose unilateralmente presidente. En este caso, busca producir con sus votantes más fanatizados una situación de inestabilidad como marco de la decisión del Supremo, de tal manera que, además del cumplimiento de la clara legalidad, pese sobre el tribunal la consideración de disminuir la conflictividad social. Si recordamos que esta puede venir producida por milicias armadas, los paralelismos con el final de Weimar se hacen todavía más intensos. En este contexto, puede ser letal la inclinación a conceder la razón a quien alienta la inestabilidad en la calle, ante la evidencia de que los partidarios de Biden, responsables y moderados, no producirán violencia alguna. Esa prueba de debilidad será irreversible.

Lo verdaderamente preocupante es que en Norteamérica haya muchos millones de electores que estén dispuestos a seguir al hombre que los lleva por este camino incierto. Ante la previsión de que una buena parte del país se uniese masivamente en defensa de un moderado Biden, que al menos garantiza la constitucionalidad y la normalidad institucional, esa masa electoral no ha dado la batalla por perdida, sino que ha reaccionado cerrando filas, votando en masa y aceptando un camino que implica graves incógnitas. Trump ha tenido más votos populares en estas elecciones que en las pasadas, y eso después de haberse comprobado no sólo sus maneras inquietantes de gobernar, sino conocidas sus amenazas anunciadas.

Y esto es lo que debemos explicar. Una buena parte de la población norteamericana ya está dispuesta a seguir consignas claramente antidemocráticas, como no reconocer el voto de sus paisanos por correo. Que el futuro propio de una amplia ciudadanía ya no esté vinculado al futuro de la democracia, eso es lo importante aquí. Y ello implica un peligro extremo cuando el desprecio del cuerpo electoral se mezcla con ideas racistas que marginan a los negros. En este sentido, es paradójico cómo ha funcionado el cuerpo electoral hispano, promovido en su día por Nixon, que muestra la imposibilidad de que cristalice en una masa homogénea. Así, los grandes colectivos de cubanos y de venezolanos se alinean con la política dura de Trump, al margen de sus firmes convicciones xenófobas, también dirigidas contra los hispanos. Eso nos habla de la carencia de solidaridad de grupo y de su constitución nacional, usando sus derechos norteamericanos para luchar contra sus países de procedencia. Por todo ello, cuando miramos el mapa de los resultados electorales, la pregunta que emerge es: ¿qué une a este país como proyecto de futuro común? ¿Y entonces cómo va a reequilibrar sus múltiples fracturas internas?