Érase una vez... hace muchos años, un mundo industrializado en el que un puñadito de personas quisieron crear una festividad especial en honor a todos los niños. Corrían los años 20, pero eran los otros años 20; aquellos de la generalización de la electricidad, el automóvil, el teléfono, el cine, el rupturismo, el jazz, el voto femenino, el recorte de faldas y el pelo a lo ‘garçon’ para las mujeres y el rasurado de barbas para hombres que se jactaban de su aspecto juvenil... años de Coco Chanel y Le Corbusier... años en los que, por primera vez en la historia de la humanidad, se puso el foco en la juventud, considerada hasta ese momento como una etapa a pasar hacia la edad madura (la única que había sido importante, la productiva…). Años de contrastes, de héroes y villanos; de Gandhi, de Hitler, de Albert Einstein y de Al Capone... Años en los que el Comité Internacional de la Cruz Roja se vio en la necesidad de impulsar la Primera Declaración de los Derechos del Niño ante la desprotección de la ‘in-fancia’ (etimológicamente, ‘sin-voz’).

Un siglo después, los recién estrenados años veinte han cambiado las invenciones de antaño por otras más modernas como internet, la inteligencia artificial, los robots, las ‘tablets’ o los ‘big data’... y la Gran Depresión ha encontrado su alma gemela en la covid-19. Los niños, sin embargo, siguen naciendo desnudos y necesitados de la protección de su tribu, solo que ahora sus vulnerabilidades y retos nada tienen que ver con aquellas que dieron lugar a la primera Declaración de sus derechos. La tecnificación de nuestras sociedades ha aportado tantas soluciones a los problemas de antaño como sofisticación de la desprotección a la que están expuestos.

Ahora tenemos niños escolarizados casi universalmente, niños para los que diseñamos dietas equilibradas, actividades complementarias e itinerarios vitales, niños que juegan sobre pavimentos seguros en recintos cerrados y pasan más horas solos ante pantallas que explorando la grandeza de otros seres humanos, niños de los que obtenemos muchos datos a través de mil aplicaciones que les convierten en dóciles consumidores... niños a los que, a fuerza de ‘industrializarles’ la niñez, se les han convertido los derechos en obligaciones, el acompañamiento en control y la libertad en productividad. ‘In-fantes’ que heredan una educación ‘in-fame’ (etimológicamente ‘sin-prestigio’), que corresponde a un mundo que ya no existe y que ni les prepara para los retos y responsabilidades que habrán de afrontar en el futuro ni les da las herramientas para desarrollar su talento… para descubrir quiénes son y emprender, en definitiva, el camino hacia la búsqueda de su propia felicidad y labrarse un porvenir.

Un siglo atrás, el mundo entero alzó la voz para prestigiar el valor de la juventud y el 2020 nos va a permitir reclamar la niñez, no la ‘in-fancia’, como un periodo prestigioso sobre el que asentar los principios del bienestar social: la compasión, la ilusión, la esperanza, la libertad, el compromiso, la confianza, la naturaleza, el movimiento, la salud, la coparticipación, la compañía y el amor.

La humanidad necesita personas creativas, con criterio y capaces de diseñar un nuevo futuro, mientras en el sistema educativo seguimos midiendo peces por su capacidad de trepar a un árbol. Declaremos al niño un ser completo, lleno de posibilidades, no un joven o un adulto ‘a medio hacer’ y aboguemos por la personalización educativa.

¡Por favor, celebremos, por primera vez y para siempre en adelante, el Día del Niño prestigiando a la niñez como la etapa posibilista y determinante en el desarrollo de la persona que es, y abandonemos, de una vez por todas, la ‘in-fancia’! Desde Fundación por la Justicia proponemos, casi quisiéramos exigir, que hablemos en el 2021 de ‘EducAcción’; de las acciones que debemos emprender para que sus derechos fundamentales se ajusten a los nuevos tiempos.