Una de las definiciones de conducta irracional es aquella que insiste en repetir lo que se ha demostrado como un error. Si uno tropieza porque no ha visto una piedra, la próxima vez se pone gafas y evita chocar con ella, o toma otro camino. Creo que se puede aplicar la definición de miopía irracional -un caso de ceguera, si se prefiere, por evocar a Saramago- al modelo europeo de política migratoria y de asilo (no digamos ya al de EE UU o de Australia) en los últimos veinte años.

Quizá la sola y tímida excepción fueron las Recomendaciones del Consejo extraordinario de Tampere, en octubre de 1999, que abrieron el proyecto de una política europea común de migración y asilo, apoyada en cuatro pilares: colaboración con los países de origen, trato justo a los migrantes residentes legales, sistema común europeo de asilo y gestión eficaz de los flujos migratorios; eso sí, con especial énfasis en la lucha contra la inmigración irregular y el control férreo de fronteras. Pero este intento de apertura fue rápidamente abortado por el impacto de los atentados de 2001 y aún más por la crisis de 2008, que volvieron a situar la política migratoria bajo la óptica policial, con el ‘leit motiv’ de frenar la llegada de inmigrantes «ilegales» (asimilados a delincuentes) y al efectista argumento de luchar contra las mafias que trafican con ellos (como si esas mafias pudieran existir sin clientes, sin un mercado clandestino). El blindaje de las fronteras, que tan pingües beneficios ha producido, por cierto, se convirtió en el dogma al que se supedita todo. Una tarea que reposa en dos pilares, uno que requiere polis ‘buenos’, europeos (ya se sabe, nosotros, adalides de los derechos humanos) y otro que descansa en los polis ‘malos’, los que hacen el verdadero trabajo sucio, los no europeos.

El primero carga sobre los países del sur (Grecia, Italia y España) hacer impenetrable el verdadero espacio europeo. A esos efectos, se trata de que nadie que llegue a esos tres países (sea inmigrante irregular o demandante de asilo) pueda desplazarse a la Europa ‘de verdad’. El imperativo es evitar lo que denominan «desplazamientos secundarios», esto es, que los migrantes y asilados aceptados por la Europa del Sur, se vayan a Francia, Dinamarca, Holanda, Bélgica o Austria. De ahí el Reglamento de Dublín, por ejemplo. De ahí también que, tras la Directiva de retorno de 2008, se incite a estos países a redoblar los campos de concentración previos a la deportación, que llamamos CIE y se les incita a que suscriban acuerdos con terceros países como destino de esa deportación (como hizo la Italia de Berlusconi con Libia). Islas como campos de concentración para evitar que lleguen a territorio de la Europa de ‘verdad’, que eso es lo que se hizo con Lesbos o Kios, o, mire usted por donde, ahora con Canarias.

Cuando se produjo la crisis de 2015 se vio con mas claridad aún la hipocresía de la retórica de solidaridad europea, comenzando por los países del grupo de Visgrado y siguiendo por todos los demás. La UE se desgarró por las excusas para no reubicar a poco más de 150.000 demandantes de asilo ¡entre 27 de los Estados más privilegiados del mundo! Lo vemos repetido estos años tras cada rescate de naúfragos en el Mediterráneo, con la resistencia de los gobiernos italiano y francés (y de los demás) y la subsiguiente y angustiosa subasta, que sólo la consecuente Carola Rackete (no, por cierto, el patrón del Open Arms) se atrevió a desafiar. Lo vemos ahora tras el incendio de Moria, con las dificultades para repartir a menos de medio millar de menores no acompañados. Y qué les voy a contar de Canarias, con ese esperpento de auto judicial que considera que tener retenidos durante diez días, en el suelo de un muelle, a un millar de personas que no han cometido ningún delito, puede ser «deplorable», pero no supone consecuencia jurídica alguna. La solución consabida: repatriarlos en sucesivos vuelos a la dulce Mauritania, paraíso de los derechos humanos.

El segundo pilar es la zanahoria tendida a los países de origen y tránsito de los movimientos migratorios, en especial los africanos, a los que se brindan ayudas mal llamadas de cooperación (que quedan en manos de las élites corruptas y raramente alcanzan a sus ciudadanos), supeditadas a que actúen como gendarmes que impidan las salidas de sus propios ciudadanos -salvo que esos interesen al mercado europeo- el tránsito de nacionales de países terceros hacia Europa y, sobre todo, al hecho de que acepten recibir deportaciones colectivas de los excedentes que no quieren los europeos y que en buena medida van a parar a cárceles de esos países (por ejemplo, de Mauritania, de Nigeria, por poner dos ejemplos), que son agujeros negros de los derechos humanos o, simplemente, como hace Marruecos, se les deja en las puertas del desierto, a la salida de Oujda. Y aún consideran exagerada la metáfora de Bauman que denominaba a la política migratoria «industria del desecho humano».

¿No habrá llegado la hora de ponerse unas gafas, y ensayar otras políticas, como propuso el inteligente ministro Escrivá desde el minuto uno de su toma de posesión?