Cuando en un boletín de evaluación escolar de un niño Down de 4 años todo empieza con un «es un niño aceptado y querido», a mi me da una punzada en el corazón. Y pienso: «Pues oye, muchas gracias, es una apreciación muy amable e imagino, para quien la escribe, muy integradora. Ni siquiera la puedo llamar inclusiva». Y es que es exactamente la única apreciación que no se haría de un niño sin discapacidad. Porque, digo yo, a no ser que tenga garras o tire fuego por la boca, será igual de aceptado o querido que el resto de sus iguales, que también, por cierto, tendrán 4 años.

La elección de nuestras palabras es fundamental a la hora de transmitir lo que pensamos de alguien. No aportan únicamente información, sino que trascienden. Las palabras tienen un gran poder, nos ayudan a dar forma a lo que nos rodea y, sobre todo, a amplificar nuestros pensamientos, nuestras opiniones y, lo que todavía resulta más profundo y es menos moldeable: nuestros juicios internos. Son los que han crecido con nosotros y nosotras, aquellos que nos hacen pensar sobre una persona, un acontecimiento o una idea de manera anticipada. Algo que, como actividad inconsciente, puede distorsionar nuestra percepción. 

¿Desde qué plano superior nos atrevemos a escribir que un niño «es aceptado y querido»? Pues parece que desde el prejuicio de que ese niño es diferente y debe ganarse ese sitio con más esfuerzo que los demás. Sé que en la mayoría de las conciencias no se piensa así, sé que ese niño es feliz en su grupo y que su profesor o profesora hará lo posible por compensar las dificultades que pueda presentar, y que le diferencian de la mayoría. Pero debemos cuidar las palabras y los actos que los secundan porque configurarán el plano social y cultural en el que nos desarrollamos como sociedad. 

Citando a un gran compañero en su libro ‘Érase una vez el síndrome de Down’ (Emilio Ruiz, 2010): cuando llega un alumno con síndrome de Down por primera vez a nuestra aula, impera el enorme poder del denominado efecto Pigmalión o profecía autocumplida, que en educación se cumple tanto en dirección positiva como negativa. Si el maestro cree en su alumno y confía en él, conseguirá logros; si no cree, nada logrará. Se trata de creer en el niño hasta conseguir que él crea en sí mismo.

Estas palabras, estas creencias, van a llegar a unas madres y padres que llevan ya un buen trayecto de viaje. Sus velas han pasado ya varios temporales y, por supuesto, también se ven influidos por pensamientos intrusos sobre la discapacidad. El entorno familiar también necesita creer en que su hijo o hija es una persona más en el grupo, que ya tiene ganado su puesto, que no tiene que superar otra barrera más símplemente por ser aceptado en un grupo de diversos, pero iguales.

Los prejuicios no son de los demás; son nuestros. Si nos van a acompañar, observemos qué dicen de nosotros, porque somos el modelo del resto de personas que nos observan. Cuidemos nuestras palabras. Impactan, condicionan, tejen un entramado social que debemos cuidar y necesitan llegar sin lastres a la línea de salida.