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Primero, la vida

Se trata de salvar vidas. Ese ha sido el mensaje repetido durante los once últimos meses en la lucha contra la covid-19, por políticos y gestores de diferente signo, aquí y en buena parte del mundo. Y a fe que los creímos. Porque la defensa de la vida es la esencia de la naturaleza humana y, por ello, configura el ADN de los derechos humanos. Ninguna política concreta, ninguna libertad económica u otro derecho puede anteponerse a la defensa de la integridad de toda persona, cualquiera que sea su edad, sexo o condición humana.

Sin embargo, metidos ya de lleno en la tercera ola de la pandemia, fruto de las arriesgadas políticas de convivencia con el virus y de la propia insolidaridad ciudadana, la defensa de la vida, sobre todo de los más vulnerables, los mayores, constituye un rotundo fracaso que exige una reflexión autocrítica, más allá de partidismos o banderas.

Al mismo tiempo, una vez más, el egoísmo, la ineptitud y la estupidez humanas reniegan de la inteligencia científica al servicio de toda la humanidad, y de nuestra propia capacidad para revertir el grave desequilibrio de los ecosistemas, que se encuentra en el origen y causa de las pandemias; mientras convertimos los brillantes remedios obtenidos (vacunas) en objeto de lucro y, por ende, en privilegio de parte de la humanidad a costa de lo que es derecho de todos los seres humanos. Así, llamamos derechos a lo que son sólo nuestros privilegios, como ya destacó hace tiempo Ignacio Ellacuría, y ponemos fronteras al campo y a los hombres diferentes y necesitados, olvidando, cómo esta pandemia nos ha demostrado que nuestra propia vida depende del hábitat y del bienestar de toda la humanidad.

«Esperamos la vacuna -señala el biólogo y humanista italiano Gianni Rívoli- pero sabemos que las pandemias están escritas en el futuro de la humanidad». Por eso, añade, «habrá que acostumbrarse, porque con las pandemias la naturaleza trata de recuperar el equilibrio natural que hemos destruido con nuestras acciones, incluido el desaforado y desproporcionado crecimiento demográfico». Lo triste, como también destaca Jon Sobrino, es que siempre lo sufren los más débiles y necesitados.

Porque hoy sabemos que las epidemias o pandemias globales se agregan, desgraciadamente, a contaminaciones, destrucciones del hábitat, deforestaciones masivas para el uso de monocultivos que requieren potentes intervenciones antiparasitarias, extinciones de especies, comercio de animales salvajes y cría intensiva de animales con grandes dosis de antibióticos y otros fármacos, entre otras fechorías imputables al hombre.

«Este desmantelamiento de los ecosistemas - nos recuerda Rívoli- obliga a los organismos patógenos a salir de sus lugares naturales en busca de un nuevo hábitat y nuevas presas, entre las que, tras una antesala en animales salvajes o de granja, la más preciada para ellos es el propio hombre». Al mismo tiempo, señala el mismo autor, «con el uso de antibióticos y antiparasitarios, el hombre estimula en los agentes patógenos evoluciones más rápidas por medio de mutaciones genéticas que les llevan a formar nuevas cepas más resistentes a los fármacos y transfieren esa resistencia al propio ser humano».

La experiencia de la covid-19 demuestra la importancia de la investigación científica frente a las enfermedades infecciosas, de los virólogos, epidemiólogos y de todos los sanitarios en general. Junto a ellos, los agricultores y todos los intervinientes en la cadena alimentaria, además de los miembros de los cuerpos, fuerzas de seguridad y Protección Civil, han demostrado su plusvalía social de la que hay que aprender de cara al futuro.

Esta pandemia nos ha enseñado también que debemos cambiar inmediatamente nuestro modo de comportarnos con la naturaleza y que es indispensable sustituir nuestra economía actual de las desigualdades, por una economía de la justicia social y el equilibrio con la naturaleza. Lo que solo será posible transformando los privilegios de unos en los derechos de toda la humanidad.

Pero, hoy por hoy, ahora, lo primero, lo urgente, lo concreto es la defensa de la vida y la garantía de la integridad de todas las personas cercanas, sobre todo los más vulnerables. Hemos demostrado nuestra capacidad para realizar grandes eventos culturales y deportivos con una gran participación de la ciudadanía voluntaria, bajo el liderazgo de políticos capaces, valientes y visionarios. ¿Por qué no convertir la vacunación contra la covid-19 en el mayor evento social y logístico de la historia de nuestra comunidad, movilizando la participación ciudadana de todo el que pueda prestar alguna ayuda? Las vacunas no son eficaces en las neveras.

Las políticas de convivencia con el virus han fracasado y aún podría ser peor con las nuevas cepas descubiertas. No podemos consentir la pérdida evitable de vidas humanas, ni el aislamiento forzado e inhumano de nuestros mayores. Es la hora de ese liderazgo político y social que no se deja llevar por las proyecciones electorales. Los sacrificios para combatir al virus son necesarios y si generan carencias y desigualdad deben ser compartidos y compensados por todos. Pero, ahora, esta vez sí, de verdad, de lo que se trata es de salvar vidas. Después, todo lo demás.

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