Toda anestesia clínica persigue el objetivo de inhibirnos del dolor ante la necesidad de una terapia agresiva. Y así, por un tiempo controlado por manos expertas abandonamos la realidad del sufrimiento, para después despertar de nuevo a la esperanza de una vida mejor. Vale el símil, para tratar de explicar la ceguera y el egoísmo de algunos, ante los beneficios incontestables que nos revelan las estrictas medidas adoptadas para el control de la pandemia y, al mismo tiempo, para entender la insensibilidad y pasividad con que todos venimos asumiendo un aluvión insoportable de muertes que, en condiciones normales, nos deberían hacer reaccionar en una actitud de rebeldía social contra lo que sin duda puede ser evitable.

Pero lamentablemente no es así. Muchos se niegan a ver y admitir que solo con restrictivas y dolorosas políticas de limitación de la vida social es posible derrotar al virus y salvar muchas vidas. Y en general asistimos sedados por una perniciosa anestesia colectiva a un conteo estadístico de muertes y más muertes, olvidando que detrás de cada una de ellas hay un proyecto de vida roto o quizá casi terminado que exige una despedida solidaria y humanitaria.

Pero cuando un día recibes una llamada de teléfono para decirte que tu madre, a la que llevas dos meses sin poder ver físicamente, ha fallecido esa noche sola y aislada en la residencia en que vivía y solo puedes contemplar unos minutos un ataúd cuyo contenido ignoras, o cuando conoces la solitaria derrota de un familiar cercano o amigo en su lucha por la vida contra este maldito virus, al que tampoco puedes ni siquiera darle tu adiós, entonces te sobreviene un despertar agitado y violento que además debes asumir en la más absoluta soledad, para de nuevo volver a caer en ese letargo anestésico colectivo y seguir contando más muertes, más vidas perdidas.

Nadie nos preparó con manos expertas para este frustrante despertar. Y nadie, cuando ya se conocía como combatir al virus, escuchó a los científicos que nos advertían con palabras expertas de la necesidad de aplicar políticas de confinamiento total, para salvar miles de vidas y empoderarnos activamente frente a una amenaza evitable. Se primaron otros intereses sociales, políticos y económicos. Y seguimos bajo esa anestesia, ya convertida en coma inducido, por segunda y tercera vez. La presión hospitalaria y las muertes se dispararon de forma brutal, hasta que algunos políticos valientes, aquí y en otros lugares del mundo, pronunciaron por fin las palabras que todos estábamos esperando: ¡basta ya!

Era necesario e inevitable reaccionar con firmeza para frenar esta inhumana sangría. Pero la carencia de estructuras sanitarias estatales competentes impidió una vez más una política conjunta de Estado solidaria y eficaz en todo el país, a diferencia de nuestros vecinos más cercanos. Y así, unas comunidades adoptaron las políticas necesarias de limitación de la vida social en las calles y en los sectores económicos de mayor riesgo de contagio, especialmente en la hostelería, como venían aconsejando hasta la saciedad científicos y sanitarios, mientras otras no se atrevieron a tanto y alguna presidenta inefable incluso alardeó de que con ella no contaran.

La decisión no era cómoda ni fácil en un país de bares como es el nuestro, en el que, además, éstos constituyen en muchos pueblos y barrios de grandes ciudades casi el único espacio de encuentro comunitario. No sabemos comunicar y compartir sin una cerveza, un café o una copa de vino en la mano, y no digamos ya conversar, si puede existir diálogo alguno en una algarabía de gritos y voces, en la que no es infrecuente encontrar predicadores de barra que hacen gala de insultos al político de turno o de las hazañas o miserias deportivas de su equipo del alma. Es una triste realidad que carecemos de forma alarmante de otros espacios comunitarios y donde existen casi siempre son infrautilizados.

Con todo, mantener esas políticas restrictivas de la movilidad y convivencia el tiempo necesario que aconsejen los expertos y establecer con rigor un proceso escalonado de apertura, es absolutamente necesario para despertar con esperanza a una vida mejor. Por eso, me parece razonable y acertada la actitud del Consell, tanto en la prórroga de las medidas como en el justo establecimiento de compensaciones solidarias a los negocios afectados. Sabemos que la presión hospitalaria y las muertes seguirán durante un tiempo; pero tenemos la certeza fundada de que si persistimos, despertaremos todos de este infierno y será entonces el momento de evaluar las carencias que esta pandemia ha desnudado, para que nunca más vuelva a ocurrir nada igual.

De ese anhelado despertar forman también parte esencial las vacunas que casi todos esperamos. No convirtamos su reparto en una competición entre territorios o personas. Quienes tienen la responsabilidad de distribuirlas, que sean imaginativos y eficaces, y los demás pensemos que cada vacuna administrada constituye una potencial pequeña parte de la que a cada uno nos corresponde, porque cada vida que se salva es una vida que nos protege. Sabemos que de momento llegarán de fuera. Pero me duele en el alma ver como los seis científicos del CSIC que lideran los tres proyectos de vacuna españoles tienen que reclamar desde los medios un soporte presupuestario que, de haber llegado a tiempo, hubiera puesto ya a alguna de nuestras vacunas en primera línea a nivel mundial. Confío como muchos en los seis magníficos del CSIC, los doctores Enjuanes, Sola, Zúñiga, Esteban, García Arriaza y Larraga, como creo deben ser conocidos por todos. Y creo que sus vacunas constituirán una gran aportación solidaria de nuestro país a toda la humanidad para combatir definitivamente esta pandemia, como ya se ha conseguido frente a otros virus. Por ello, reclamemos de nuestros gobernantes todo el apoyo necesario para sus equipos.

Es hora de despertar.