Tal día como hoy, pero hace un año, el pijama se convertía en el atuendo de cada día. El confinamiento nos robaba la primavera, las flores y el cambio de hora. Nos robaba los abrazos, los olores a jazmín y los besos en la mejilla. Era el maldito coronavirus, un bicho invisible que azotaba nuestras vidas. Un bicho que activaba, de un plumazo, nuestros miedos a lo desconocido, a la enfermedad y a la muerte. El Covid nos robó la libertad. Y nos la robó por primavera. Nos robó los paseos en la playa, la cerveza en la terraza y el despertador de la mañana. El bicho nos pilló desprevenidos. Nos pilló con las neveras vacías, sin chanclas de estar por casa y sin ropa ligera. El virus nos robó la feromonas. Y con ellas, la Semana Santa, el 1 de mayo y todas las fiestas juntas. Desde los balcones, aplaudimos. Aplaudimos a la salud, a la esperanza y a los sanitarios. Aplaudimos a la vida. A esa vida que teníamos y que el virus nos la robó por primavera.

El virus nos pilló desprevenidos. Nos pilló sin vacunas y sin mascarillas. Nos pilló sin margen de maniobra. Sin saber si pisábamos asfalto o arenas movedizas. El bicho nos picó donde más nos dolía. Nos picó en lo incrédulo de los hechos. Nos inyectó su veneno en la ingenuidad ante la historia. En creer que las epidemias eran cosa del pasado. En pensar que la peste y la gripe española nunca volverían a nuestra orilla. El virus nos dañó la primavera. Y nos la dañó porque desde el balcón, las flores huelen diferente. Porque los amores con Zoom son fríos como las noches de enero. Fríos como las aguas que corren por los ríos siberianos. Y fríos como los helados en primavera. La primavera nunca será la misma. Y no lo será mientras, por culpa del virus, existan toques de queda, mascarillas y cierres perimetrales. La primavera necesita mariposas en la barriga, flores en la camisa y estrellitas en la mirada. La primavera necesita fotografías. Fotografías de jóvenes besándose entre pétalos y amapolas.

El virus es el culpable de que no tengamos primavera. Culpable de que no podamos lucir nuestras bocas. Y culpable de que no nos abracemos ante la sombra de los árboles. El virus nos ha destrozado la vida. Nos ha hecho seres desconfiados, escrupulosos y temerosos. Desconfiados por si los otros están contagiados. Escrupulosos por si aquello que tocamos estará, o no, infectado. Y temerosos. Temerosos de que algún día seamos nosotros quienes tosamos y estemos a dos minutos de la UCI. En primavera, la sangre altera. Y la altera porque las noticias acerca de la pandemia inundan nuestras vidas. Porque hablamos sobre hospitales, muertes y contagios. Porque el virus lo tenemos a la vuelta de la esquina. El virus nos robó la primavera. Nos robó aquellas tardes de tertulia debajo de las moreras. Nos robó los tejos que se lanzan los enamorados. Y nos robó la paz y el sosiego. Al final volverán las azules primaveras. Volverán los rayos de sol a nuestros prados. Volverán las alegrías, los abrazos y los besos. Volverá la primavera.