Hace más de diez años que los gobiernos de coalición están consolidados en las democracias europeas. Fortalecen el sistema, porque superan el bipartidismo que ha acabado siempre en gobiernos monocromos que al final imponen su proyecto como un rodillo, dejando fuera las aspiraciones de muchísimas minorías con tanto derecho como ellos a jugar su papel parlamentario, ya sea en la tramitación de leyes o acciones ejecutivas, siquiera en la medida del apoyo popular que les haya refrendado aunque sea mínimo. En España, la ciudadanía ya ha demostrado en las urnas, reiteradamente, su voluntad firme de formar gobiernos en que estén obligados a entenderse diferentes formaciones, algunas muy distantes entre sí, y esto fue una buena noticia desde su aparición porque es un síntoma de la madurez cívica de nuestra sociedad, cada vez más diversa y enriquecida culturalmente, racial, ideológica, religiosa y antropológicamente. En nuestra ‘polis’, en sentido aristotélico, se combinan múltiples cosmovisiones («éticas de máximos» sobre lo que entender como ideales de «vida buena», que diría Adela Cortina) a un mismo nivel de legitimidad y exigible respeto que están obligados a encontrar puntos de consenso para su convivencia -una cierta «ética de mínimos», según la filósofa valenciana. Parece claro que entonces la ‘civitas’, en sentido amplio, de este país ya haya hecho eficaz este imperativo moral desde abajo, pero no es tanto así desde las instituciones políticas que dicen representarnos, y esto debería llamarnos poderosamente la atención.

Giovanni Sartori, un teórico de la democracia, afirmaba, ya hace más de veinte años, que uno de los puntos débiles de nuestro sistema lo constituía -además del peligro de la discriminación institucional de las minorías- que los ciudadanos se sientan cada vez más lejos de los centros de poder desde donde se ejecuta la toma de decisiones, aquellas que van a influir directamente en sus vidas, y tenía razón. Que una persona solo pueda ejercer en activo su participación política cada cuatro años, y se le convoque meramente a depositar un papel en una urna, no es suficiente para motivarle a una mayor concienciación, más bien lo es para desmovilizarle. Si a esto añadimos la tristísima realidad del incumplimiento de programas electorales (una falta de ética escandalosa), la ausencia de ejemplaridad moral en muchos representantes públicos o la rigidez extrema de los partidos como estructuras piramidales de poder -en que se sanciona la discrepancia, la diferencia- el cóctel está servido para que surjan populismos de profundo espíritu totalitario que, lógicamente, acaban siendo refrendados dentro del mismo sistema, pero como elementos disgregadores que no van a profundizar en su salud dialógica sino a debilitarla más.

Es cierto que no podríamos abandonar el sistema de representación actual para hacer nuestras democracias más participativas. El tamaño demográfico de nuestras sociedades no lo permite, y gran parte de la ciudadanía tiene también legítimo derecho a elegir la no participación activa en ellas. Benjamin Constant, en su magnífico ‘De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos’ (1819) ya escribe que «la independencia individual es la primera necesidad de los modernos, por lo tanto no hay que exigir nunca su sacrificio para establecer la libertad política». Deberíamos preguntarnos, en todo caso, si el sistema actual, unidireccional, la estructura interna de nuestros partidos -muy poco democrática-, el bipartidismo acérrimo y la inflexibilidad vocacional de nuestros políticos -deseosos malsanamente de mayorías absolutas para, precisamente, no tener que dialogar ni consensuar nada- favorecen la motivación de aquella otra ciudadanía que sí exige, también en derecho, una mayor participación pública y que nuestra democracia y sus políticos estén a su altura. La de todos.