Primero, el turismo buscó el sol y la playa, y sus ruinas las esparció por la costa, que era su área perimetral. Después, hace ya algunos unos años, las masas de visitantes descubrieron València, que se había mantenido inmóvil, creo yo que bajo la esperanza de que, con un poco de suerte, pasaran de largo las muchedumbres viajeras. Nada. No pudo ser (por utilizar la fórmula de un cronista de fútbol regional afectado por la derrota de su equipo). Eso que se denomina el turismo ‘low cost’ está dislocando la ciudad y configurando otra, muy distinta, tal vez ya irreconocible. Y está provocando la aparición de otro fenómeno: el seguidismo de la política, consciente o inconsciente, sobre todo lo relacionado con la construcción de la ‘ciudad vacacional’. Muchas de las decisiones políticas -sobre movilidad, sostenibilidad, urbanismo, etcétera- son tributarias de esa nueva circunstancia, a veces en mayor medida que el ideario transformador de los partidos acerca de esas mismas materias. ¿Podría de ser otra manera? El turismo es nuestra principal industria, sí, y toda industria -hasta la más verde- genera sus basuras. Cada época ha de apechugar con sus desechos. La agricultura dejaba los campos esquilmados de plaguicidas y quemaba los montes, y las fabrican lo infestaban todo de hollín y de humo. Ahora los residuos tienen que ver con el alma de las ciudades. Con su identidad. Al parecer, el destino de València es el de convertirse en un parque temático urbano. Una Disneylandia en vivo y en directo a la manera de Florencia, Buda (Pest), Praga, Venecia, Brujas, Barcelona, parte de Nueva Orleans y parte de Sevilla, donde el viajero pasea como si recorriera un decorado esculpido por algún artista fallero de prestigio. No sucede así en San Francisco, en Chicago o en Nueva York, ciudades que no han sucumbido al ‘esteticismo’ que exige el turismo -el de la monumentalidad- ni se han rendido a sus singulares leyes, excepto algunos espacios de obligada claudicación. Estas últimas son ciudades vivas, que prolongan y exportan un esquema. Algunas de las ‘monumentales’, en cambio, están tan muertas como la mojama.

Es de una evidencia abrumadora el cambio en la fisonomía del centro histórico de València y alrededores en la última época. El enjambre de bares y restaurantes, de tiendas de recuerdos y de antigüedades donde antes residían fontaneros, puestos de verduras, droguerías, comercios tradicionales. La invasión de las aceras por legiones de mesas y sillas con sombrilla y estufa adosada que dificultan, o impiden, el paso del peatón. La miríada de apartamentos turísticos que han expulsado a los vecinos tradicionales de sus inmuebles. Las oleadas de jóvenes circulando de tapa en tapa, de calle en calle, a la luz de la luna de València. Es un largo etcétera. La dificultad de la convivencia entre el antiguo vecindario y el nuevo aluvión de conductas volcadas hacia el ocio es indiscutible. Si, además, todos los elementos de la maquinaria turística se unen al cultivo de las condiciones para una ciudad respetuosa con el medioambiente y ambas imponen una serie de contrariedades para llegar a casa en coche (para dejar a la madre, o a la tía que se ha puesto enferma, o bajar el carrito de la niña, o subir las maletas), y se peatonalizan calles para privilegiar el paseo, y bajo el domicilio han dispuesto una terraza ‘musical’ a la que se le da una higa el silencio, y solo hasta entrada la madrugada no se rinde al sueño el tumulto de jóvenes mundanos que transitan en busca de vapores etílicos, el resultado, tarde o temprano, supone el éxodo del vecindario del centro de la ciudad, y por tanto la liquidación de una forma de vida. La ciudad vaciada. Ya digo, ¿puede ser de otra manera? No lo sé. La nostalgia no suele ser buena consejera. Sólo intento subrayar que la industria turística también deja sus heces. No se notan tanto como las de la primera revolución industrial, que pintaban los ríos de negro, ni como las de la segunda, que han llenado el aire de petróleo desde el tubo de escape del utilitario o de la vespa. Pero no es limpia. La devastación, aunque apenas la contemplemos, está en otro lado. Y es enorme. Frente a ese seísmo, que rompe referencias y hábitos y desencaja éticas, y que ya es la médula espinal de negocios y mercados, el gobierno de València toma medidas para paliar las ondas expansivas. Me temo, sin embargo, que existe una fatalidad intrínseca en ese proceso, y que es imparable. Los proyectos para las calles adyacentes a la Estación del Norte adornadas con motivos orientales o con insignias de pelotaris entran dentro de ese patrón. ¡Viva el turismo: lo recibimos con alegría!