Una sociedad democrática avanzada se caracteriza por haber erradicado la violencia individual y colectiva. Y la pregunta que nos hacemos es la de si la nuestra es una sociedad en que hayamos erradicado la violencia.

En los últimos días la campaña electoral de las elecciones a la Asamblea de Madrid ha ofrecido señales poco halagüeñas. Hemos escuchado una violencia verbal que parece corresponderse a un clima que anuncia enfrentamientos sociales muy violentos. La falta de respeto a los otros luce en las intervenciones de los líderes de Vox y de Unidas Podemos. Muchos recordamos como Rodríguez Zapatero, en una entrevista anterior a unas elecciones generales, cuando creía que los micrófonos estaban cerrados, le decía al entrevistador que era bueno calentar el ambiente político, aunque fuera exagerando, insultando o mintiendo. Pero lo que ahora estamos viendo y oyendo supera con creces la calentura provocada entonces por las manifestaciones del líder socialista.

En el Congreso de los Diputados las cosas no difieren apenas de lo que hemos mencionado. Los insultos gruesos al presidente del Gobierno y a sus ministros son habituales por parte de algunos diputados del PP y de Vox. El presidente casi siempre mantiene la compostura, por graves que sean los insultos y descalificaciones que recibe los miércoles y sus descalificaciones de los líderes de la oposición suelen ser comedidas si las comparamos con las que recibe.

Es muy difícil encontrar ejemplos de utilización de la ironía inteligente en los discursos de nuestros parlamentarios. Y es bien sabido que los que insultan suelen caracterizarse por no tener argumentos sólidos. Pero lo lamentable es que los diputados aplauden con entusiasmo los insultos y descalificaciones y suelen guardar silencio ante argumentaciones bien fundadas. Y todavía es más lamentable que la violencia verbal ya no sea ya un patrimonio de los partidos políticos, sino que se haya extendido a otros ámbitos.

Nos preguntamos si el clima violento que se observa en la clase política se da también entre los ciudadanos. No disponemos de estudios que analicen este asunto. Pero sería extraño que existiera un abismo entre los comportamientos de una y otra. La programación de las televisiones parecería ser un indicador fiable. Es muy difícil ver anunciadas en las parrillas de nuestras cadenas comedias, o simplemente películas en que la violencia no esté presente o sea censurada. Y no se puede llegar a la conclusión de que exista una conspiración internacional que persiga que nuestra sociedad se habitúe a la violencia para no se sabe qué fines. Lo más probable es que se emita violencia en las televisiones porque a la mayoría de los telespectadores les gusta. Incluso puede observarse, desde hace décadas, una glorificación de los delincuentes, de la que es un ejemplo paradigmático la película El padrino. Otro tanto puede decirse de los videojuegos infantiles y juveniles en que se sublima la violencia hasta límites inconcebibles.

La violencia en un contexto épico en que el bien triunfa sobre el mal, que era la norma de las películas del Oeste, es difícil de ver en la actualidad. No es que dichas películas fueran el mejor de los instrumentos para educar a los niños y jóvenes que en los años 50 y 60 veíamos este tipo de cine, pero ahora ni siquiera se puede contemplar ese fondo ético que subyacía en las mencionadas películas. La legislación europea y española audiovisual protege a los niños y jóvenes contra la violencia, pero esa legislación ni se cumple ni se hace cumplir por las autoridades. ¿Es la mejor educación que debe darse a niños y jóvenes?

La violencia machista no cesa. Al margen de los asesinatos, la policía y los jueces reciben cada año más de ciento cincuenta mil denuncias por malos tratos. Y otras violencias menores proliferan entre nosotros. Hace pocos años se modificó el Código Penal con objeto de poder perseguir el delito de ‘acoso vecinal’. Es decir, el acoso que sufren vecinos y administradores de comunidades propietarios de otros vecinos. Y si tal reforma tuvo lugar fue, sin duda, porque ha crecido ese tipo de violencia, aunque no parece que ni las policías ni los jueces españoles se sientan concernidos por ese tipo de comportamiento. Y por lo general se constata que los ciudadanos se ponen de perfil ante estas modalidades de violencia.

No creemos que la nuestra sea, en general, una sociedad violenta, pero están proliferando tanto las conductas violentas como la permisividad con las mismas. La violencia se ha instalado en sectores independentistas catalanes y hemos podido observar que grupos de violentos se infiltran en manifestaciones que quisieran ser pacíficas y que finalmente derivan en una suerte de guerrilla urbana. No hace mucho uno de esos violentos aparecía en una televisión española y argumentaba que si no se utiliza la violencia, los poderes públicos no están dispuestos a acceder a sus exigencias. Y no deja de ser cierto que los poderes públicos suelen mostrarse más proclives a escuchar a los que utilizan la violencia que a los que reivindican sus pretensiones por la vía pacífica, de manera que finalmente parecería que la violencia debe incluirse en toda estrategia negociadora.

Los Gobiernos deberían crear un organismo permanente que tuviera como misión analizar las causas de las múltiples manifestaciones de la violencia y establecer un plan estratégico para combatirlas. Pero lo primero que deberían hacer los políticos es dar ejemplo. No es suficiente que se condenen la violencia, los abusos y las amenazas. No es suficiente condenar las amenazas de muerte que han sufrido el ministro del Interior, la directora general de la Guardia Civil y el líder de Unidas Podemos para, a continuación, volver a las andadas. Es necesario que los políticos dejen a un lado la violencia verbal y den ejemplo a los ciudadanos, ejemplo de respeto a las personas y de tolerancia con las ideas, siempre que sean compatibles con los principios y valores consagrados en nuestra Constitución, en nuestras leyes y en los tratados internacionales.