Han tenido que pasar miles de años, desde que el ser humano se puso erguido sobre sus pies. Han tenido que desarrollarse miles de guerras y batallas, unas por el territorio, otras por demostrar qué dios era más verdadero y misericordioso; gran paradoja, matar en nombre de un dios de misericordia. Ha tenido que librarse el último gran conflicto mundial, la II guerra, para que los seres humanos y quienes en las jerarquías sociales y políticas les representaban, descubrieran y decidieran que los seres humanos tenemos derechos. Solo algo más de 72 años tiene la Declaración Universal de Derechos Humanos, convertida hoy en instrumento revolucionario, casi el único en plena crisis de las ideologías. Y con una aplicación nada ejemplar en gran parte del mundo, donde la mayoría de ciudadanos viven en autocracias, democracias incipientes o incluso algunos en Estados fallidos.

Y cuando el capital y las armas parecían ser los pilares básicos de la estabilidad de los Estados, esa ficción se desmorona carcomida por un enemigo visible solo al microscopio, un virus contra el que la más sofisticada de las armas es inútil y frente al que solo cabe contraponer la ciencia, fruto de la inteligencia natural, madre a la vez de la inteligencia artificial.

Es una pandemia, la que todo lo ha cuestionado, que ha escenificado el fin de época que se manifestó a partir de 2008 y que se disimuló llamándolo crisis económica. La que ha llevado a conjeturas tan cursis como la de si después vamos a ser mejores o peores. Quizás los que eran malos serán peores y quienes eran buenos puedan ser mejores, poco importa. Lo cierto es que todo ha de ser necesariamente diferente. Que las organizaciones multilaterales, como en la que yo represento al Estado español, los Estados, las comunidades autónomas y los poderes locales, junto a las organizaciones sociales, y junto a ellos todos los individuos, hemos de extraer las enseñanzas que esta secuencia de la Historia nos está ofreciendo.

Ya no vale consumir igual, producir de la misma manera y en los mismos lugares. Nos hemos dado cuenta de que, en el afán de acumular capital, Occidente ha entregado su autonomía productiva en muchos de los productos esenciales para la vida de sus habitantes, a los países de Asia, básicamente China e India. Nos hemos dado cuenta de que las fronteras, el individualismo estatal o nacionalismo, el local, o el individualismo personal, son inútiles, que nadie es nada caminando solo por el mundo, aunque pueda ser una gran potencia. Que la cultura de la competitividad por el mero afán de ser más, no solo es una idiotez, sino que es dañina.

Y aquí es donde toman cuerpo iniciativas que, nacidas de abajo a arriba y presididas por el valor de la solidaridad, hacen posible que muchas personas puedan iniciar el viaje a la dignidad que de otra manera no tendría ninguna posibilidad pro no tener quien señalara esa ruta. Novaterra nació mucho antes de las causas que ahora nos trastornan y producen vértigo de futuro, no es el efecto de este trastorno. Por eso cobra más mérito su esencia precursora ante lo que estaba por venir, y es un buen ejemplo a tener en cuenta. No habrá futuro sin sociedad estructurada, sin valores aplicados y principios solidarios. Hace falta un cambio de timón. Una puesta al siglo, no es suficiente una puesta al día.

Los derechos humanos, partiendo por los más elementales, al trabajo digno, a la vivienda, a la alimentación, a la salud y la educación han de recuperar el lugar del que se les estaba desplazando. Este siglo ha de ser el que dé inicio a la era de la solidaridad global.