Llegó el momento más esperado. Hace unos días, un aviso telefónico te sobresaltó. Era tu oportunidad. La fecha, la hora, el lugar, el tipo de vacuna. Leíste el mensaje varias veces hasta casi memorizarlo, mientras el pulso se aceleraba. Lo comunicaste a las personas más próximas y a todo conocido que se te puso por delante. Los días que restaban hasta la fecha de vacunación transcurrieron más lentos de lo normal, cada segundo avanzando perezoso mientras tus ojos pretendían descargar en el reloj la carga de la ansiedad. Tras más de catorce meses de miedos y precauciones, de abrazos y besos evitados, de viajes cancelados, de celebraciones aplazadas, se aproximaba el instante en el que casi todo podría comenzar a revertirse. Un casi que sostenía lo inevitable: el recuerdo de quienes se habían marchado, atrapados por una cruel enfermedad, cuyos ataques habían puesto a prueba la arrogancia del ser humano: la que le conducía a creer que todo lo tenía controlado o que todo era dominable. Una temeraria seguridad que había ensanchado su alejamiento de la naturaleza, como si el ser humano ya se hubiera desprendido de sus vínculos con ésta; como si sus actos, amparados por dioses tecnológicos omnipotentes, pudieran subyugar las fuerzas, equilibrios y formas de vida del planeta.

Ahora, todas las personas habían conocido el límite de su poder y la vacuidad de la prepotencia. Una gran lección si no fuese porque el poder del raciocinio y la visceralidad separa y conforma diferentes colectivos humanos. Entre éstos, aquéllos que, pese a toda la evidencia disponible, encuentran en la irracionalidad su principal fuente de dominación. Gente que manipula conceptos tan nobles como el de la libertad, olvidando que en un tejido social pacífico tu libertad termina allá donde se inicia el perímetro de la mía. Que la renuncia al cuidado de tu propia salud perjudica a ésta y amenaza a la de los demás. Que el derecho a vivir de ambos es básico porque cuando se agota no hay modo de recargarlo, mientras que el derecho a circular, consumir y divertirse es recuperable y susceptible de muy diversas intensidades.

El nuevo ánimo que te proporciona la expectativa de la vacuna tampoco te impide considerar que la rigidez de la naturaleza humana, incluso frente a ‘shocks’ compartidos como el de la pandemia, apenas ha conseguido conmover la insolidaridad que separa a los distintos países y pueblos. En unos, buenos recursos sanitarios y poderes científicos capaces de cazar al coronavirus rápidamente; en otros, hospitales inexistentes, médicos bajo mínimos y vacunas sólo a disposición del mejor postor. Cuando transcurra algún tiempo, surgirá una narrativa que querrá explicarlo y justificarlo. Una cadena de motivos que obviará el más esclarecedor: la todavía inexistente presencia de valores de justicia compartidos y aplicados universalmente. Una explicación incómoda para los propagadores de dogmas que, revestidos de apariencia científica, sostienen que la transformación en positivo del mundo que nos ha correspondido vivir corresponde al universo de la fabulación, de las quimeras ingenuas, del cándido buenismo. Así lo proclaman los apóstoles de los nuevos fanatismos, de las fes laicas inmovilistas.

La reflexión se interrumpe. Hoy es el día anunciado. El Museo de las Ciencias te descubre un extenso hangar plagado de ‘boxes’ de vacunación y de sillas para el tiempo de espera. El ritmo es rápido. La organización, impecable. Las enfermeras y administrativas que observas de cerca se manifiestan acogedoras, próximas. Arrobas de humanidad que neutralizan cualquier temor al inyectable. En un abrir y cerrar de ojos has terminado y ahora aguardas a que transcurran los quince minutos de observación. Caras relajadas. Charlas improvisadas. Desde este momento, en ti se están produciendo transformaciones fantásticas. No las sientes, pero están ahí, despertando de su modorra a las facultades curativas de tu cuerpo para darles un rápido curso de actualización.

Fuera, el estanque de la obra de Calatrava se encuentra especialmente animado, reflejando las sonrisas de quienes ya han abandonado el Museo de las Ciencias. Las familias se reencuentran. La brisa del mar os empuja y acerca. Sí, tienes ganado el derecho a degustar el sabor de la tranquilidad, pero también a sostener un pequeño deber: guardar, en la memoria y en la conciencia, la singularidad de una pandemia que, al resaltar nuestras carencias comunes, merece que actualicemos el obsoleto concepto de normalidad que conocíamos para reescribir la secuencia de valores civilizatorios que reclama este tiempo de profundas agitaciones. Lejos de los intransigentes vociferantes, cerca de los razonadores ecuánimes.