Echemos la vista atrás. No muy lejos, diez años. Vislumbramos la crisis del PSOE a propósito de la gestión de la Gran Recesión. Le siguió la del PP. No tardarían en aparecer los nuevos partidos políticos que marcarían el inicio de una nueva etapa en la política española: la del multipartidismo. Crecerían a costa de la crisis de la política convencional. Y darían pie a una secuencia de cinco elecciones generales, una moción de censura exitosa, el primer gobierno estatal de coalición y la activación de la política dominó multinivel. En tan sólo una década.

Las elecciones estatales de 2019 y las autonómicas de 2021 parecen sugerirnos un nuevo momento político. El multipartidismo impetuoso da paso al realineamiento asimétrico intrabloques a favor de los partidos tradicionales, que (re)conquistan al electorado. Y con ello, la consecuente pérdida de los nuevos partidos. Recordemos la agonía de Ciudadanos, la aparente, por ahora, escasa rentabilidad política del gobierno para Podemos, y la incertidumbre de la derecha radical. El resultado es un cambio de percepciones sobre la utilidad de estos nuevos partidos. Se deshinchan, a diferente ritmo, en beneficio simbólico de los partidos tradicionales.

Este multipartidismo asimétrico evidencia la relevancia de los partidos tradicionales en el sistema, que aquí siguen, más vivos que nunca, marcando el paso de la política española. A la postre, han pasado diez años enfrascados en recuperar sus bases electorales, superar los amagos de sorpasso y aminorar las luchas intestinas por los liderazgos orgánicos. Y en esa travesía han prestado atención a lo urgente y no a lo importante.

Una década en la que se han desoído las señales de alarma emitidas por los resortes estructurales del pacto social. Tal vez sea el momento para la reflexión sobre el proyecto político del siglo XXI: qué queremos ser y cómo queremos ser. Somos una sociedad profundamente transformada, compleja y diversa. Hoy más de la mitad de la ciudadanía en España ha nacido y se ha socializado en democracia. Demanda un nuevo proyecto político. Pero, sobre todo, necesita estructuras y mecanismos que respondan a los retos de las democracias complejas: la sociedad inclusiva e igualitaria, las cuestiones identitarias, el blindaje del Estado del Bienestar, la implicación política de la ciudadanía, la gestión de la pluralidad, la relación con el planeta y los demás seres vivientes, la autonomías de los cuerpos o cómo embridar al capitalismo.

La Gran Recesión y su respuesta política hizo saltar las costuras del pacto de la transición. Estas son sus consecuencias. Es capital abordar el debate constituyente sobre nuestra sociedad. Y nos guste más o nos guste menos, los partidos políticos tradicionales tienen un papel protagonista en la función. Es a ellos a los que debemos exigir la responsabilidad de situar la reflexión en el debate público. Visto lo visto, no lo harán por voluntad propia. La política de trinchera se merienda a la política en mayúsculas. Y el escenario no es sencillo, no puede serlo si está presente la derecha radical -a la espera de su metamorfosis en extrema derecha-, es por ello que la implicación de la sociedad en los asuntos públicos es clave. Por suerte, la praxis ciudadana ya está presente. El runrún es ensordecedor si se quiere escuchar. Allá donde miremos encontramos iniciativas, estructuras y redes ciudadanas que nos hablan de una democracia diferente, con otros referentes, otras formas, otros acompañamientos. Pero, como suele ocurrir, no vemos si no sabemos mirar. No oímos si no queremos escuchar. Gran parte de la praxis ciudadana interpela directamente -por acción u omisión- a los partidos, en especial a los tradicionales. Cuestión aparte es si los partidos se sienten interpelados. Y ahí radica el embrollo democrático. La irrupción de Podemos y de Ciudadanos es la partidización de esas nuevas formas. Un primer intento. Llegarán muchos más y no necesariamente por el camino de la partidización. De ahí la importancia de exigir a los partidos tradicionales la apertura, la transfronterización hacia espacios políticos no electorales.

El arco temporal 2011-2023, convulso como pocos, tal vez sirva para tomar consciencia de la impostergable actualización del proyecto de sociedad. Tal vez haya sido el camino para llegar al momentum político del nuevo pacto social. O tal vez no. En todo caso, nos va la democracia en ello.