Cuando un servidor trabajaba en la Consellería de Cultura, allá cuando los dinosaurios dominaban la tierra, asumí temporalmente las funciones de Patrimonio en mi dirección general por deseo expreso del conseller Ciscar. Y, digámoslo, en mi vida me vi en tal aprieto. Menos de un año después, Cipriá me aligeraba de la responsabilidad de Patrimonio porque llegaba al puesto un castellonense profesor de una universidad inglesa que, al decir, era una lumbrera. Entonces, conocí a Tomás Llorens. Como quiera que su familia residía en tierras británicas y la mía en Alicante, compartimos lugar de residencia durante algún año que otro y, claro, nos hicimos amigos. Recuerdo que cuando los funcionarios se iban a sus casas y él y yo nos quedábamos aislados en la inmensa soledad de la avenida de Campanar valenciana, solíamos irnos a cenar juntos en cualquiera de las tascas de los alrededores y, al volver, se hacía inevitable una partida de ping pong, un deporte del que siempre he presumido de saber jugar pero que, créanselo, una y otra noche Tomás me derrotaba con una facilidad pasmosa, de la que solamente podían presumir los elegidos. Y como a mí no me gusta perder a nada (ignoro por qué todavía soy culer hasta la médula) recuerdo que una afortunada noche conseguí que doblara la cerviz y le gané por un ajustadísimo 21 a 19 ó 23 a 21. Me pidió la revancha y, claro ya no se la di, ni entonces ni nunca más. No fuera a ser qué.

Un día, Tomás vino entusiasmado de uno de sus viajes parisinos, tiempos en que nuestra estancia se llenaba de un inconfundible y maravilloso olor a queso fuerte. Traía, dijo, una excelente noticia. Se había entrevistado con las herederas de Roberta González y había muchas probabilidades de que parte de la obra de Julio González viniera a València en una compra/donación en condiciones inmejorables. Aunque mis conocimientos sobre la importancia de las esculturas de Julio González eran escasos (no tantos como los de aquel afamado crítico valenciano que cuando presentamos tiempo después su obra en la Lonja valenciana me preguntaba si ya había llegado el artista…) tuve la intuición de que si Tomás venía impactado era porque la cosa iba de muy interesante.

La historia del museo ya la conocen todos; lo que tal vez no sepan es la lucha soterrada que se estableció en determinados ambientes artísticos y periodísticos del cap i casal para que el futuro IVAM no se llamara así, sino IAMV, pero esa ya es otra historia que a Tomás y a un servidor nos dio algún problemilla que otro.

Recuerdo el día de la firma de la compra y cesión de las esculturas en París. Se firmó en la Embajada de España con la presencia de su máximo representante, Joan Reventós. Cipriá se fue enseguida a València y Tomás y un servidor nos quedamos dos días más porque él tenía que ver unos cuadros en la Maeght, obras que deseaba añadir al futuro museo valenciano. Ni que decir tiene lo que significó para mí compartir sus conocimientos en la capital del arte.

Uno de los días que Tomás se vino conmigo a Alicante a pasar el fin de semana (todavía no se había mudado a su semi victoriana casa de Dénia, con el ábside pegado al mar), visitamos la colección de Eusebio Sempere, ya instalada en la Asegurada, junto a Santa María. Recuerdo su admiración hacia una agrupación de obras tan importantes y mostrando su sorpresa ante lo poco conocida que era aquella muestra. Creo que, muchos años después, y a pesar de los ingentes esfuerzos de Rosa Castells y sus colaboradores, continuamos igual.

Más tarde, desde la dirección general que yo dirigía, preparamos una magna muestra de la Festa d’Elx en València y Barcelona. El diseño se lo encargué a Andreu Alfaro pero como íbamos a ir a la capital catalana (exposición en la capilla gótica de Santa Ágata y concierto inolvidable de la Capella del Misteri en Santa María del Mar) pensé que el cartel lo podría hacer Antoni Tàpies, buen amigo de Tomás. Se lo conté y marchamos juntos a Barcelona porque el pintor catalán nos había invitado a comer en su casa de la parte alta barcelonesa para escuchar mi petición. Recuerdo que en la comida Antoni y Tomás se enzarzaron sobre la fecha de realización de una obra del artista. Como la discusión se alargaba, Teresa, la esposa de Tàpies, se levantó discretamente y, al cabo de un rato, tras haber consultado su archivo, volvió y sentenció: «Té raó Tomás». Punto y final. Tàpies nos hizo un maravilloso original que la consellería cedió al Museu d’Art Contemporani d’Elx.

Tras mucho tiempo sin encontrarnos, Tomás había continuado su camino triunfal en el Reina Sofía y cuando acabó aquella experiencia tan positiva y cesó en el puesto, recuerdo que el presidente Lerma me envió a Dénia para decirle que volviera a su tierra, que aquí tenía un sitio. Pero llegamos tarde, el barón Thyssen ya se había adelantado. Luego, vinieron sus clases en el campus de Alicante, en universidades catalanas y sus comisariados en magnas exposiciones como, entre otras muchas, Equipo Crónica, grupo del que fue mentor ideológico; Edward Hopper o Antonio López. Ahora trabajaba junto a su hijo Boye en un catálogo razonado de Julio González.

Un buen día, a Tomás le galardonaron con la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, y le llamé. Pero fue a la muerte de su esposa, la excelente pintora Ana Peters, componente del grupo Estampa Popular, cuando retomamos amistad nunca perdida y comenzamos a concertar comidas periódicas, ora en Dénia o en Alicante, donde iba a buscarle a la estación de autobuses porque él no conducía. Seguíamos pues en contacto y recordando, como abuelos cebolletas que éramos (él más, aunque nunca fuera tan locuaz como yo), aquellos momentos en que nuestro mundo parecía mucho más fácil de transformar. Un empeño en el que Tomás y un servidor nunca cejaron aunque él, momentáneamente, haya cogido unas largas vacaciones. Y bien que lo siento.