Lo dijo Vladimir Jankélévitch (1903-1985), pensador judeo-francés de origen ruso, represaliado por los colaboracionistas nazis de Vichy: tras el holocausto no queda ya posibilidad alguna de perdonar. Quizá por la contundencia del horror administrado; quizá por el miedo al olvido y a la impunidad; quizá porque los culpables no se han arrepentido o porque supondría una irreparable injusticia para con las víctimas. Su lógica es aplastante. Las desasosegantes heridas del exterminio no pueden cancelarse.

Pero no todos los intelectuales víctimas del Holocausto alcanzan idéntica conclusión.

Hannah Arendt (1906-1975), filósofa judeo-alemana y minuciosa investigadora de fascismo y comunismo, reflexiona también sobre el perdón en su libro titulado ‘La condición humana’. Reconociéndole un origen religioso (al ser introducido por Jesús de Nazaret y estar ausente del pensamiento griego), aspira a conferirle una justificación racional (porque no va a basarse en el amor o la compasión para aplicarlo, sino en el respeto que suscita todo ser humano).

Volviendo a su punto de partida, el propio Jesús nos invita a perdonarnos, entre humanos, hasta setenta veces siete, o lo que resulta equivalente: indefinidamente. Arendt va a sopesar la dimensión política de esta propuesta. Porque perdonar puede evitar que el ciclo de la venganza resulte irreversible. La violencia presente en muchas de nuestras acciones nos condena a girar, continuamente, dentro de una sangrante espiral. Perdonar implica introducir la posibilidad de empezar de nuevo. Romper con las ataduras del odio y responder de manera distinta a su encadenamiento ciego. La corrosiva agresividad no tiene por qué convertirse en imparable.

El perdón deshace y corrige lo que se ha hecho mal. Nuestros errores o tropiezos no se imponen drásticamente como irreversibles y definitivos.

También fundamental en este tema resulta la reflexión del judeo-argelino Jacques Derrida (1930-2004). A los doce años, es expulsado del instituto por su condición hebrea. A partir de ese momento elabora un pensamiento crítico hacia toda forma de exclusión.

Empieza reconociendo, con Arendt, orígenes religiosos al perdón. En este caso, el precedente es Abraham, fundador de los tres monoteísmos (judaísmo, islam y cristianismo). Desde su perspectiva, y contra Jankélévitch, los campos de concentración no introducen la imposibilidad de perdonar. Más bien al contrario, favorecen su aparición. Porque esa actitud perdonadora no se ejerce tanto ante un daño reparable (con una condena equivalente a la falta). Aquí el perdón se ejerce ante un sufrimiento tan abrasivo que resulta absolutamente ilógico cancelar la deuda. Precisamente por sus efectos devastadores, sólo cabe un perdón imposible, que cuestione todas las leyes lógicas o preceptos legales, un perdón que supere lo comprensible. Alcanzamos, pues, el verdadero perdón, cuando lo experimentamos ante ese dolor gigantesco o ante su corrosión maligna e ilimitada. Además, se concede sin condiciones, gratuitamente, infinitamente, más allá de todo intercambio proporcional o esquema inteligible. Únicamente siendo inconcebible (conteniendo elementos irracionales), acaba por resultar auténtico y efectivo perdón.

Finalmente, resultan sugerentes las aportaciones de Paul Ricoeur (1913-2005). Con nacionalidad francesa y de confesión protestante, vive por sí mismo el internamiento en un campo de concentración. Desde su perspectiva, el perdón resulta difícil y puede llegar a convertirse en un imposible. Más que implicar olvido de lo padecido, requiere un recuerdo del daño cometido para que, después, puedan aparecer el arrepentimiento y la confesión del error.

Además, la acción rechazable del agresor siempre es elegida y realizada por él mismo, como sujeto responsable. Se identifica, así, a quien actúa inmoralmente con sus actos.

Sin embargo, el perdón pretende distinguir entre quien incumple la ley y su obrar. El objetivo consiste en demostrar que la persona tiene un valor superior a lo que hace. El infractor puede actuar de otro modo. Perdonar es confiar en que el asesino no acabe necesariamente con su víctima inocente. Es considerarlo capaz de empezar nuevamente, como siempre susceptible de asumir otras pautas de acción no lesivas hacia los demás o hacia sí mismo.

Así, quien causa el dolor es más y mejor que sus hechos. Se cree en él a pesar de los laberintos destructivos que le enmarañan. Porque perdonar es confiar en que la regeneración resulta posible, en que el hombre culpable tiene, todavía, una dignidad accesible.

Este perdón podría convertirse en un intercambio interesado si se perdona para obtener algún beneficio. Siguiendo la referencia bíblica recogida en el Sermón de la montaña («Haced el bien a quienes os odien»), nuestro autor subraya que, en lugar de paridad o equivalencia («te doy para que me des»; «do ut des»), el perdón produce desproporción o asimetría: el infractor no recibe lo merecido, sino aquello que de ninguna forma le corresponde. Se confía, así, en que ese enemigo pueda transformarse en amigo. Se asume la esperanza de que el odio puede abandonarse. Se cree que lo nuevo puede todavía irrumpir sobre una negatividad teñida de venganza airada.

En el contexto político actual, plagado de crispación y polaridad, donde la manipulación del odio genera sustanciales réditos políticos, convendría repasar los argumentos de pensadores como Arendt, Derrida o Ricoeur, que sufrieron en sus propias carnes la devastación nazi. Porque todos ellos vieron estallar ante sus ojos la negrura de un rencor incontrolable. Porque todos ellos sintieron cómo la inquina calaba hasta los huesos de aquella sociedad avanzada e ilustrada. Porque todos ellos contemplaron los efectos de tanta aversión inagotable. Y porque, también, todos ellos reflexionaron sobre el perdón como posibilidad nueva de enfrentar, con cordura, tanta sangrienta sinrazón.

Actualmente, no se trataría tanto de evitar una catástrofe similar, como de adquirir conciencia de los límites morales que debe asumir cualquier acción política. Porque no siempre una descalificación sistemática del oponente; una defensa ingenua del ‘ojo por ojo, diente por diente’ o un falseamiento mendaz de los datos (tal como practican los partidarios de la llamada posverdad), dan lugar a un mundo más justo o más alejado de las polarizaciones aberrantes que parecen contagiarnos, hoy, con desproporcionada intensidad.