Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Así iniciaba Gabriel García Márquez su inmortal ‘Cien años de soledad’, del mismo modo en que los docentes sentimos algo parecido al recordar el tesoro de nuestra vocación, pero en este caso frente a una realidad pusilánime que parece buscar año tras año su tiro de gracia. Y es que somos muchos los que creemos que nuestras autoridades educativas viven en el Olimpo de sus despachos, inexpugnables, ajenos a lo que sucede en las aulas y con la grave sospecha de que nunca han estado en ellas.

Hace mucho tiempo que tengo la sensación de que esto se trata de una aberrante gestión política y no educativa. No existe un verdadero y profundo interés por transformar la enseñanza, sino por someterla a las estadísticas y a ideologías personales. Urgiría que un comité de docentes expertos y ajenos a cargos políticos tomasen las riendas del devenir académico. El profesorado que se mueve por ese laberinto del planes y normas siempre errantes, sí sabe que la escuela, en muchos casos, ha abandonado su misión educadora -en el más amplio sentido de la palabra- para convertirse en un contenedor de niños y adolescentes que deben promocionar para doblegar los nefastos números del fracaso escolar.

La escuela no es más que una pequeña sociedad. La escuela evoca lo que sucede más allá de sus edificios: familias desestructuradas y niños que sobreviven buscando esas grietas de autoridad que propician sus progenitores; el ambiente de la inmediatez y lo efímero, propio de los caprichos, y que transforma a los más jóvenes en pequeños déspotas alimentados por la ausencia de un ‘no’ a tiempo; esa tendencia a la falta de esfuerzo que convierte a los ‘influencer’ en sus modelos de vida y el ser ricos como la más atractiva Meca vital; ese cóctel de egoísmo y falta de agradecimiento que los impulsa a creer que todo es merecido y de derecho y, de no ser así, denunciable.

Este es el ecosistema del fracaso escolar que vivimos en nuestras aulas, aunque siempre con destacables excepciones que todos conocemos, por supuesto. Pero la escuela, en lugar de transformar la sociedad como sería su deber, muchas veces se doblega ante ella. Y los padres se convierten en esos cómplices que llaman a las puertas de los docentes para restarles autoridad.

Como decía el escritor argentino José Hernández en su clásico ‘Martín Fierro’, «a quien nace barrigón es inútil que lo fajen». Después de que el profesorado asume que debe diversificar, adaptar y animar, si un alumno persiste en su falta de esfuerzo, la única respuesta pedagógica y razonable debería ser poner límites. Esto se ha entendido toda la vida. Hasta hoy. Los más grandes triunfos nacen de admirables esfuerzos. Los hombres y mujeres de bien se forjan acompañados de normas que los ayudan a crecer.

Sin embargo, el Ministerio de Educación continúa instalado en su Olimpo desde hace años: alumnos que en la ESO pueden pasar de curso con hasta tres asignaturas suspendidas, en bachillerato -¡nuestro futuro universitario!- hasta con dos y, según el último proyecto de evaluación y promoción, en breve repetir curso será algo «extraordinario» y que no dependerá de las asignaturas suspendidas, sino del acuerdo de un claustro de profesores benévolo. ¡Que Dios le conserve tanta perspicacia a Isabel Celaá! Si se tratara de cortar troncos como los ‘aizkolariak’ vascos, ¡nuestra querida ministra sería un hacha! Es muy grave la debacle educativa a la que asistimos año tras año y, en las aulas, a veces nos sentimos como esas cobayas que saben que van a morir en aras de la ciencia… de los necios.