Si resumiéramos muy sucintamente la historia de la humanidad, convergeríamos en que desde los albores de nuestra especie se manifiesta una incansable tendencia hacia lo divino, lo inasible, lo infinito, lo inmortal. Cada uno busca en su interior lo que intuye que puede hacerle feliz, aunque no siempre sepa cómo y ni tan siquiera acierte a alcanzarlo. Es verdad que esa búsqueda no ha sido siempre con tino, ni exitosa; pero, sin búsqueda, probablemente se habría extinguido la humanidad.

Acertar en esta cuestión, permanente e inevitable en mi opinión, quizá no pueda lograrse sin una intervención divina en la historia, de manera que las personas y sociedades, aunque se desmanden, siempre puedan tener la capacidad de regresar de la barbarie.

Nosotros no nos saciamos con meros cacharros instrumentales, meras certidumbres científicas, más o menos provechosas. Necesitamos una aserción definitiva, algo que dé sentido y corone nuestra vida. Y eso no puede ser cualquier cosa perecedera o efímera, teniendo en cuenta nuestra mortalidad.

Para conseguirlo es necesario la libertad. Hoy asistimos a un abuso exasperante de que todos hayan de pensar y creer en lo que propone la religión laicista del Estado. Este poder quiere obligar a los ciudadanos a formar un único grupo, un pensamiento dogmático y monolítico. Para ello está dispuesto a fulminar a quien tenga la osadía de contradecirlo y no sujetarse a la corrección establecida, lo que ahoga a la persona que se siente diversa. Está a la vista de todos. Incluso en las democracias como puede ser la nuestra.

Es preciso rebelarse, en nombre de la libertad, contra esas pretensiones y reflexionar acerca del sentido religioso de la vida, que es la búsqueda de una verdad salvadora. Esta misión es inherente al corazón humano, por mucho que ahora mismo se sofoque e incluso se persiga. Hay que dejar que los demás reflexionen y que puedan manifestar lo que piensan, sin demonizarlos. Para ello es preciso sujetarse a argumentos y narrativas coherentes, lo cual no está al alcance de todos, y menos de los impostores que se consideran referentes y transmiten eslóganes de lo que hay que pensar y decir.

Las creencias o certidumbres razonadas y razonables nos mantienen en tensión, en continua renovación: son sanadoras. Si decaen, menguan las ganas de vivir y las sociedades envejecen y declinan por falta de renovación.

Tom Holland, en su reciente libro Dominio, con subtitulo en español de Una nueva historia del cristianismo, nos cuenta cómo el cristianismo ha sido la revolución más radical de la historia de la humanidad, cuyos efectos perduran aunque muchos ahora no pisen una iglesia. Él es agnóstico; pero estudiando la época clásica (Grecia y Roma, de la que es experto) concluyó que la civilización occidental no es una mera continuación: sus valores no son los nuestros. Llevado por su afán investigador, concluyó que lo que marca a Europa es el Medievo cristiano. Para Holland, vivir en un país moderno es hacerlo desde un profundo enraizamiento en lo cristiano, a pesar de que algunos detesten de lo que se nutren. No en vano, la narrativa cristiana tiene dos mil años, y no nos entenderíamos a nosotros mismos sin ese humus, en el que vivimos y del que, incluso sin saberlo, respiramos.