Es asombroso el efecto que causan en nosotros esas fotografías de apenas unos años atrás. Lo que en un tiempo nos pareció digno de ser enmarcado, hoy se nos antoja pasado de moda simplemente porque ha cambiado nuestra mirada: el aspecto de un pantalón, el corte de una camisa, el tamaño de unas gafas o algo tan insignificante como un corte de pelo. La industria en general se enriquece porque muchos objetos no resisten el veredicto de nuestro gusto y abrimos el armario con la firme decisión de un ‘plan renove’ cada cierto tiempo.

La generación del tatuaje

Estoy convencido de que los que se tatúan la piel no hacen esta reflexión tan evidente. Y no me refiero a aquellos que optan por un discreto ‘tattoo’ disimulado en algún lugar asumible, sino a aquellos que forran su cuerpo con cualquier tinte extravagante y no siempre de buen gusto. Pero lo del gusto, fíjense, para mí es lo de menos. Si el rostro de un dragón se ha apoderado de una espalda o unos pectorales, o las flores crecen barrocas por un cuello irreconocible, o ese brazo lleva tatuado el nombre de tu primer amor con las dimensiones de la matrícula de un coche, en fin, es algo loable si a uno mismo le satisface. Imagino que se trata de la misma sensación de arreglarse para una fiesta de disfraces… y disfrutarlo. Pero yo no pongo en cuestión el goce en sí de las cosas, entiéndanme.

El verano es esa época en la que los tatuajes se pasean en camiseta o en bañador, hinchados por los músculos y llamativos por sus colores y formas. Es una estética fresca que a los adonis del despropósito les hace sentir fans de la transgresión y de lo fugaz, aunque sin saberlo. No son pocos. Se estima que casi el 40 % de la población española está tatuada y, evidentemente, yo no estoy entre esos afortunados. Y no sé si tengo algún síndrome de aguafiestas o simplemente soy un necio que no sabe disfrutar del ‘carpe diem’, pero no puedo dejar de preguntarme si los estetas del grafiti corporal son conscientes de que todo es efímero y pasajero. Las modas, desde luego que lo son, pero los músculos, las pieles tersas y la ausencia de esos indeseados colgajos también tienen fecha de caducidad. Es un hecho.

Cada día son más quienes hacen el agosto por intentar quitar tatuajes. Sus usuarios simplemente se han cansado o ya no les gusta. ¡Era obvio! Pero no lo pensaron. Fue un viva la vida torpe y poco inteligente porque borrar las marcas que dejaron las agujas de tinta requiere de tiempo, sufrimiento y, sobre todo, de mucho, mucho dinero. Solo un buen láser, años y un bolsillo acomodado puede garantizar que, después de una lucha titánica, en la piel no queden cicatrices o manchas blanquecinas. ¿Acaso creéis que esta posibilidad estará al alcance de todos en un futuro no demasiado lejano?

Vivimos en la generación del tatuaje. Para mí, el ‘tattoo’ es un signo de nuestro tiempo, la identidad de un estilo de vida que a muchos les invita a mirarse el ombligo y a no pensar en lo que sucederá tan solo algunos años después. Lo importante es disfrutar del presente e ignorar cualquier horizonte más allá del placer. La generación del tatuaje invita a vivir lo inmediato, a dejar escapar oportunidades de futuro y a no comprometerse. Es la tormenta perfecta para una crisis social y de valores que nos afecta a todos en general. Por supuesto, también a las parejas, esas que tendrán algún hijo si los planes se lo permiten, hijos que sufrirán los errores de los padres y que un día les dirán que sus tatuajes están pasados de moda.