El siglo XXI no sólo nos ha traído la expresión ‘ciudad inteligente’, una adaptación del término anglosajón ‘smart city’, sino, además, la celebración de congresos de carácter internacional (Smart City World Congress) que han ido creciendo a un ritmo sostenido, aumentando la presencia de múltiples agentes de la primera edición y multiplicando progresivamente el número de ciudades representadas.

El concepto ‘smart city’ surge de la evolución de las llamadas ciudades digitales, que en el año 2004 nacen en España tras un trabajo que realizó el Ministerio de Industria con la elaboración del primer programa de ciudades digitales que se abordaba en el mundo. Previo a la elaboración de este trabajo, distintas empresas de diversa procedencia sectorial punteras en el uso de las TIC (Tecnologías de la Información y la Comunicación) se reunieron junto a gobiernos de regiones y ciudades españolas para crear la comunidad digital.

En efecto, una ciudad o un territorio que se considere inteligente se manifiesta fundamentalmente por su carácter multidimensional y multifacético, y el desarrollo intensivo de tecnologías de la información, ​ la integración de las telecomunicaciones, las computadoras, así como el ‘software’ necesario, el ‘middleware’, almacenamiento y sistemas audiovisuales, que permiten a las personas usuarias acceder, almacenar, transmitir y manipular información.

No obstante, el movimiento ciudadano y vecinal se muestra escéptico ante estos eventos y coincide con las críticas principales que se le han hecho a la ‘smart city’ por parte de Hug March, de la Universitat Oberta de Catalunya, en su artículo ‘The Smart City and other ICT-led techno-imaginaries: Any room for dialogue with Degrowth?’, publicado en la revista ‘Journal of Cleaner Production’ (octubre 2018). En primer lugar a la implementación de la ‘smart city’ es el fetichismo tecnológico. El uso intensivo de las TIC se asume acríticamente como un punto de paso obligatorio que automáticamente garantizaría una mejor calidad de vida para la ciudadanía en términos sociales, ambientales y económicos, es decir, el cambio tecnológico antecede el cambio social. Alimentadas por una grandilocuencia despolitizada, estas narrativas sobrestiman la capacidad transformadora de la tecnología al tiempo que eclipsan las dimensiones estructurales de los problemas socio-ambientales urbanos, como la pobreza o la desigualdad.

Otra crítica, nada desdeñable, ha sido cómo algunas estrategias de ‘smart city’ pueden estar excesivamente controladas por el sector privado y las implicaciones que tiene la apropiación privada de los datos que la sensorización de la ciudad produce (‘big data’ urbano). En este sentido, a lo largo de estos años el concepto de ‘smart city’ ha ido mutando y virando el enfoque desde cuestiones esencialmente de innovación tecnológica a una visión más participativa, inclusiva y urbana. Esta evolución la vemos claramente en los lemas de las últimas ediciones de las conferencias: ‘Ciudades para los ciudadanos’ (2016), ‘Empoderar las ciudades. Empoderar la gente’ (2017) o ‘Ciudades para vivir en ellas’ (2018). Probablemente, la imagen que mejor simboliza este giro de la ‘smart city’ es el lema de Barcelona en el pasado congreso: ‘El derecho a la ciudad inteligente’.

Con esto no se quiere decir que la esencia de la ‘smart city’ haya cambiado, pero sí que fruto de las críticas a una implementación excesivamente técnica y una visión reduccionista de los problemas urbanos, se han ido modulando las narrativas y abriendo el concepto hacia cuestiones como el derecho a la ciudad, la inclusión social o la participación ciudadana.

València, como no podía ser de otra manera, se ha embarcado en una carrera a todos los niveles para intentar convertirse en una referencia del sector tecnológico, emulando una Silicon Valley en el Mediterráneo. Las bases urbanísticas están dispuestas completamente para transformar la economía de la ciudad y girarla definitivamente hacia la innovación. Preocupa que en estos movimientos del juego de ajedrez, la participación ciudadana quede relegada al discurso retórico y sólo queden en el terreno las ‘startups’ y su uso intensivo de las TIC, en la versión más ortodoxa y rancia de las ‘smart cities’, obviando la experiencia de la española Ana Ariño como responsable de la innovación y ‘smart city’ de la ciudad de Nueva York, que la situó a la cabeza del emprendimiento tecnológico, pero que, al final, reconoció que el éxito de las ciudades inteligentes debe construirse desde la necesaria e imprescindible colaboración vecinal.