En estas últimas semanas, hemos asistido, al principio con curiosidad y expectación y después con sorpresa, indignación y horror, a la pesadilla que están sufriendo cientos de miles de personas en Afganistán y que no ha hecho más que comenzar.

Por unas semanas, parece que la pandemia que azota el mundo y que nos ha forzado a modificar nuestras costumbres, a quedarnos más en casa, ver menos a nuestros seres queridos o cambiar nuestros planes en verano, ha pasado a un segundo plano y hemos dejado de mirarnos el ombligo para girar la vista hacia otro país y contemplar estupefactos que hay personas para quienes la pandemia es, en estos momentos, la menor de sus preocupaciones.

Así es, a tan sólo unos miles de kilómetros de aquí, la realidad muy distinta. En Yemen, Somalia o Nigeria, y en otros muchos lugares, miles de niños son reclutados para matar como soldados, personas amenazadas de muerte viven escondidas sabiendo la suerte que correrán si los encuentran, muchas mujeres y niñas son víctimas de violaciones, abusos y palizas en medio de las barbaries de guerras que nunca terminan.

Parece que esta realidad tan aterradora solo existe cuando aparece en nuestros telediarios o en las redes sociales, cuando vemos algún vídeo viral que nos conmueve o nos indigna y cuyo efecto nos dura unas horas o a lo sumo unos días, porque después desaparece y se va olvidando poco a poco, acallado por nuestras conciencias acostumbradas a no sufrir más de lo necesario y que intentan conformarse pensando: «Esta no es mi guerra».

Pero, ¿de verdad podemos pensar que no lo es? No podemos olvidar que toda guerra o conflicto armado trae consigo destrucción, odio, pobreza, radicalismo, movimientos de miles de refugiados, que a menudo son usados por algunos países para presionar a otros y un largo sinfín de situaciones que nos afectan a todos. Se trata, sin lugar a dudas, de un auténtico ‘efecto mariposa’, en el que, como dice el proverbio chino, cada suceso, al igual que el aleteo de una mariposa, se puede sentir al otro lado del mundo, porque todo está interconectado aunque a veces no seamos conscientes de ello.

Hoy, 21 de septiembre, se celebra como cada año el Día Internacional de la Paz, que pretende recordarnos que otra realidad es posible, que podemos y debemos conseguir un mundo más equitativo, más pacífico, en definitiva, más justo para todos y no sólo para unos pocos. Y nos preguntamos: ¿es ésta una empresa imposible de conseguir? ¿Son los dirigentes políticos y los organismos internacionales los únicos que pueden realmente cambiar el destino del mundo? ¿Hay de verdad algo que tú o yo podamos hacer para cambiar las cosas?

La respuesta es un rotundo sí. Lo hay, y mucho más de lo que creemos, así que hagámoslo, cojamos las riendas de nuestro destino, luchemos por los derechos humanos de aquellos que no pueden hacerlo, luchemos por la paz, por la justicia y por la esperanza de un mundo mejor, porque hay mucho en juego. Como dijo acertadamente Teresa de Calcuta, «la paz y la guerra empiezan en el hogar», así que trabajemos desde los cimientos allá donde estemos para construir esa paz. Por poco que sea, somos un gran ejército y lo que hagamos puede cambiar la vida de muchas personas.

Fundación por la Justicia lleva más de 25 años haciendo honor a su lema ‘Queremos la paz, trabajamos por la justicia’, impulsando proyectos para y por la paz, ayudando a víctimas de conflictos armados, generando oportunidades y medios de vida para quienes lo han perdido todo, y fomentando una conciencia basada en el respeto mutuo y la solidaridad. No perdamos nunca la esperanza de un mundo en paz, porque sin esperanza habremos perdido la batalla aun antes de lucharla. Tenemos muchos frentes abiertos y sabemos que no será fácil, pero merece la pena intentarlo.

Por todo ello, no celebremos este Día Internacional de la Paz como si fuera un año más. Hagamos que algo cambie, porque si nosotros cambiamos, todo cambia. Hagamos de ésta, nuestra guerra.