La falacia y la manipulación han formado parte de la vida política y social desde sus orígenes. A lo largo de los años, la adulteración de hechos ha sembrado guerras, alimentado conflictos interesados y disensos irresolubles. Sin embargo, la alteración de la realidad nunca había disfrutado de una difusión global y de una velocidad de expansión como en el presente. A ello ha contribuido la tecnología, que proporciona inmediatez, pero también las herramientas para que cualquier persona que cuenta con un dispositivo móvil y acceso a la red pueda convertirse en potencial productor o difusor de desinformación. De forma consciente y planificada o, simplemente, al compartir en redes privadas algún contenido falso como experiencia lúdica –más o menos ingenua– o de reafirmación ideológica.

Pese a la popularidad alcanzada por el término fake news, desde el ámbito académico y periodístico existe cierto consenso a la hora de identificar la manipulación interesada bajo el concepto de desinformación. Esta denominación evita la incongruencia del anglicismo –la noticia exige un correlato real, información contrastada: si es falsa, no es noticia– y permite referir mejor un fenómeno complejo. De entrada, la desinformación no se gesta en términos extremos, de falsedades absolutas, sino en las estaciones intermedias en las que se confunden los datos objetivos, aquello verificable, con la distorsión deliberada, con la voluntad de favorecer un determinado clima político y social. En este terreno de sombras es donde dirimir el grado de confianza que merece un contenido se antoja más difícil: la desinformación se acompaña de una pátina de verosimilitud para resultar efectiva. De hecho, las plataformas de verificación cuentan con un catálogo de referencias entre el verdadero y el falso, en el que suelen etiquetarse gran parte de los contenidos que verifican.

El reto que se plantea en el momento de mayor acceso a la información –y recursos para el análisis de la realidad social– es la dificultad para identificar en qué medida los contenidos disponibles son verídicos. Ello es especialmente intrincado cuando se consumen descontextualizados, servidos en la coctelera de las redes sociales, desligados de la matriz que los ha creado y sin posibilidad de contrastar la credibilidad de quien los emite. Aunque el término posverdad fue acuñado dos décadas antes, la entrada oficial en esta era recibió carta de naturaleza cuando el diccionario Oxford la eligió como palabra del año 2016. Poco antes, tras conquistar la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump había empezado a ilustrar el fenómeno a escala mundial.

Las corrientes de la posverdad se nutren de la manipulación de emociones y creencias a partir de la distorsión intencionada de la realidad. Los hechos o el contraste de datos resultan irrelevantes como argumento de peso. Si la realidad no coincide con el mensaje que se quiere transmitir, simplemente se apela a los «hechos alternativos», una forma eufemística de designar la distorsión consciente y premeditada.

Toda estrategia de desinformación requiere de un caldo de cultivo propicio, de una predisposición social para que acabe cuajando, como apuntaba hace un siglo el historiador francés Marc Bloch. En sociedades polarizadas, en las que prejuicios y emociones, odios y temores se imponen al debate sosegado y al intercambio de argumentos, la desinformación echa raíces con fuerza. Los sesgos cognitivos y la exposición deliberada a aquello que refuerza la propia ideología retroalimentan el peso de los hechos alternativos hasta convertirlos en realidades paralelas difícilmente compatibles.

Lo paradójico de estas realidades alternativas propias de la posverdad no es que habiten espacios tenebrosos, sino que se exhiban a bombo y platillo desde las tribunas de representación pública, donde datos y hechos se retuercen a voluntad, ya sea para vapulear al contrincante o para elevar a la gloria del pedestal los logros propios. O que, precisamente, se forjen en ellas, en discursos basados en el descrédito de la evidencia científica y la contaminación de lo constatable.

Identificar los problemas como paso previo a encontrar soluciones resulta utópico en un escenario de realidades alteradas, en función de los intereses particulares y no del interés común. Como también plantear una convivencia ajena a la toxicidad de las realidades alteradas y alternadas en una sucesión de discursos. Más aún cuando la responsabilidad, la negociación y la búsqueda de consensos se sustituyen por el griterío y el barullo, resortes naturales del hooliganismo.

En sociedades instaladas en la política de la posverdad, en las que priman la simplificación, el encuadre parcial, el trazo grueso y sin matices, o el maniqueísmo, el terreno para la desinformación está abonado. Tan solo hay que pulsar las emociones adecuadas.