Ante una pandemia son necesarias múltiples miradas. Una de esas miradas se dirige hacia el mundo microscópico de los virus, del sistema inmunitario o de las moléculas de ARN. En la otra dirección, es igualmente necesaria una mirada global, dirigida al conjunto de la población del planeta por su carácter de emergencia global. En un plano intermedio, necesitamos miradas que se dirijan a las personas, a las relaciones que establecen entre ellas, a los grupos que forman y a las decisiones que se adoptan.

Todas las miradas son útiles y se complementan. La mirada del microscopio es una mirada útil, pragmática, basada en el conocimiento acumulado y ha tenido grandes éxitos, algunos muy tempranos, como la posibilidad de secuenciar el virus o de diseñar pruebas para su diagnóstico y otros más tardíos, pero afortunadamente muy rápidos, como el desarrollo de las vacunas.

Las miradas meso y macroscópicas, deberíamos decir sociales, también han mostrado su utilidad. Hasta la llegada de las vacunas, ha habido poblaciones, la mayoría de ellas en el continente asiático, aunque no exclusivamente, que consiguieron frenar el avance del virus en su población mediante la adopción de medidas tan dispares como los confinamientos domiciliarios, el cierre de espacios públicos, el uso de mascarillas, las restricciones a la movilidad o cambios en las formas de relacionarnos. En el conjunto del mundo la forma en que se han aplicado estas medidas ha seguido muy diferentes criterios, que han ido variando con el tiempo en intensidad y extensión, de manera que en unos casos las decisiones adoptadas permitieron detener el virus y, en otros casos, se alternó entre procesos de contención y de mayor facilidad para la transmisión comunitaria. Todavía hoy se da la paradoja de que países sin apenas vacunas consiguen mejores resultados en términos de morbilidad y mortalidad que aquellos donde están ampliamente disponibles.

Para la primera mirada, centrada en lo que ocurre en el interior de nuestro organismo, existen mayores fondos financieros de la investigación, tanto públicos como privados, una industria potente, como la farmacéutica y, en consecuencia, mejores equipamientos, mayores equipos humanos y por qué no decirlo, más estímulos para atraer el talento.

Sin embargo, pese a que lo característico de los virus es que se acaben trasmitiendo de una persona a otra persona, apenas se han dedicado esfuerzos a investigar las situaciones en que las personas entran en contacto de un modo tal que esa trasmisión sea posible. Las ciencias sociales se definen precisamente por el estudio de la interacción entre las personas, de las formas en las que nos relacionamos. Entre ellas, se puede citar en particular la Sociología, aunque no exclusivamente, pues también se puede incluir a la Antropología, la Geografía, las ciencias de la Comunicación, la Economía o, entre otras, la propia Epidemiología que es definida por una buena parte de su comunidad científica como una ciencia social.

Pese al interés de estas miradas, es más raro encontrar centros de investigación, empresas o entidades públicas o privadas dispuestos a financiarlos. Significativamente, quienes durante esta crisis se han dedicado a observar a qué tipo de proyectos han ido a parar los fondos de las convocatorias de investigación pública destinados a dar respuesta a la COVID-19 han señalado que las cantidades destinadas a estas otras miradas han sido de nulas a nimias.

Corresponde preguntarse, en un ejercicio casi de ciencia ficción (de ficción porque no ha llegado a producirse), qué podría haber aportado la investigación social en la respuesta a la pandemia. Se pueden imaginar algunos elementos: los estudios en materia de comunicación podrían haber servido para explicar a la población las medidas a adoptar, contribuido a cambiar nuestra forma de relacionarnos o haber evitado ansiedad, confusión y dudas a la hora de vacunarse; la investigación sobre la estructura de familia y las relaciones de parentesco habría permitido entender los contactos en días laborales, de fiesta y vacaciones y adoptar medidas ajustadas a la necesidad, sin caer en el exceso ni en el defecto; datos detallados de la estructura del mercado de trabajo habrían valido para conocer las implicaciones para cada grupo social del cese de actividad y diseñar las medidas de protección en consecuencia; el análisis de la organización de los cuidados formales e informales a personas dependientes habría permitido reducir la mortalidad en personas dependientes y cuidadoras y así para tantos otros temas que han se visto profundamente alterados por la pandemia y las respuestas que se le ha dado: el ocio, la movilidad urbana, el turismo, la violencia de género, el estigma, la discriminación o el racismo, por nombrar algunos.

Sin investigación sobre todos estos asuntos, nos hemos movido, y seguimos haciéndolo, prácticamente a ciegas, sin datos o solo los más básicos, basando nuestras decisiones en intuiciones, teniendo que deducir los efectos de las medidas desde la teoría o confiando en golpes de suerte. No sabemos qué hemos perdido por no contar con estas miradas. De lo que sí podemos tener seguridad es de que si hubiéramos aplicado estrategias similares en el campo de la mirada microscópica todavía no tendríamos una vacuna.