Cuando hace casi quince años escuchaba a compañeros de redacción más jóvenes quejarse de lo aburridas que eran las temporadas con desenlace europeo de Quique Sánchez Flores, siempre les contestaba con un argumento infalible: «¡Cállate Álex Serrano (nombre ficticio), que tú no viviste el 86!». Apelar al año del único descenso a Segunda del Valencia te revestía de autoridad moral, era como haber sobrevivido a una guerra y encima salir condecorado, ridiculizaba cada mirada crítica y cerraba de un portazo todo posible debate. Aquella gran derrota como club se recuerda como una catarsis porque se volvió a subir solo un año después. El corte fue terrible, pero con el tajo limpio. La bala tenía un orificio de entrada y salida. Renacimos con una directiva sensata, con una generación de futbolistas de la casa que nos regalaría una espléndida década, con una masa social entusiasta y con el fútbol instalado en un contexto cultural más sano hacia el consumo de deporte. Sin tanta sobrepoblación abusiva de partidos, se esperaba con ansia el fin de semana y bastaba con el Teletexto y los resúmenes del viejo Estudio Estadio para saciar el apetito. Los 90 minutos se hacían cortos sin ese mantra de que el ocio se encamina a la lectura de textos cortos y series con capítulos de 25 minutos.

Nuestra memoria del hambre era la referencia cálida de una fórmula segura. En ella radicaba cada subjetivísima certeza de que todas las barrabasadas perpetradas desde 2004 desembocarían en una regeneración en forma de gran cura de humildad, de una metáfora rotunda y pirotécnica, de un 1986 actualizado a nuestro tiempo. Desde ese desplome, volveríamos a emerger limpios de todo pecado. La realidad está siendo más arbitraria. La decadencia moderna del Valencia no ha tenido la rúbrica del impacto perfecto. Cada problema se ha ido aplazando con una aparente solución que ha acabado por incrementar el drama, hasta llegar a Peter Lim y obligarnos a sorber un 1986 repartido en pequeños tragos. Una imparable caída a cámara lenta. Asistimos a un retroceso en bucle en el que el veneno hace mella de manera gradual y te agota tanto que hasta olvidas el club que fuimos, el club que recuerda incrédulo Gabriel Paulista. Esperando la catarsis, se ha normalizado el desencanto de media tabla, del 53% de asistencia a Mestalla, del techo del 1’6% de las acciones agrupadas por Libertad VCF, de los desaires con tufo colonial desde el palco, de la humillación de la falta de exigencia. Mestalla como zona catastrófica pese a contar con dos capitanes de época como José Luis Gayà y Carlos Soler y pese a seguir jugando en una de las grandes catedrales del fútbol europeo, que invocan que aún conservas solera, tradición, historia, amor propio, futuro.

Hay una devastación que no es contable ni tampoco se cuantifica en el cortoplacismo de tantos puntos conseguidos de los equis últimos disputados. Aquellos compañeros milenials de los que me burlaba ya tienen su gran guerra, pero es invisible y nunca ha sido declarada. No esperemos a otro 86 para renacer, ya hace años que chapoteamos en su ciénaga.