El verano debió sentar bien en el Ministerio de Universidades: el 9 de septiembre se publicó la Ley de Convivencia Universitaria y sigue promoviendo cambiar la ley orgánica de universidades (LOSU), que está siendo debatida con representantes sindicales, a los que estamos agradecidos por su implicación. Sin embargo, echamos en falta que no se esté debatiendo en departamentos, facultades y universidades. La Agencia Nacional para la Evaluación de la Calidad de la Educación (Aneca), por su parte, sigue a su ritmo, presentando directrices para cambiar las que actualmente se utilizan para evaluar la productividad investigadora del profesorado universitario o para valorar su promoción, aunque esté demorándose excesivamente en emitir valoraciones solicitadas aún en 2020. Es positivo que en la ley de convivencia se avance en el uso de la mediación para superar los conflictos; así como que se haya estructurado un conjunto de acciones para valorar y sancionar conductas inadecuadas, dado que estábamos aún con una referencia legal de 1954. No obstante, no hay menciones específicas respecto a posibles comportamientos incorrectos que puedan realizarse por medios digitales como, por ejemplo, el ciberacoso, difamaciones a través de mensajería, copia en pruebas administradas mediante internet, control de los medios de comunicación en situaciones especiales de clase o evaluación, protección del derecho intelectual de las clases y materiales docentes, etcétera.

Por otra parte, respecto a la LOSU y a las directrices evaluativas de la Aneca, parece que tampoco se considera que estamos en la era digital. Es contradictorio que, desde el propio Gobierno y desde la Unión Europea, se insista en la necesidad de llegar a convivir integrando muchos de los recursos que nos proporcionan las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) y que, sin embargo, no se haya paralizado el desarrollo de la ley, ni de las futuras directrices evaluativas del profesorado, para reflexionar acerca del modo en que ello pueda repercutir en la concepción de las universidades o la carrera profesional docente en la era digital. Se sigue con la mentalidad de que la universidad debe ser únicamente presencial y que, en el sistema público, ya tenemos a la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) para la formación por internet. Realmente, si una universidad quiere ser dinámica, adecuar su oferta formativa tanto para la formación inicial como para la continua en cualquier ámbito profesional, debería incluir ofertas de formación de grados y postgrados presenciales, mixtos (presenciales y por internet) y totalmente por internet.

Es necesario plantearse un cambio en esa dirección. Actualmente, las universidades públicas tradicionales nos estamos quedando en cajones muy cerrados respirando la naftalina de antaño. Por ejemplo, hay profesionales que no pueden matricularse en grados o en másteres porque los horarios son incompatibles con su trabajo o viven lejos de la universidad. Se haría posible su participación si pudieran acceder en su horario disponible a clases grabadas, estando debidamente registrados, y asistir presencialmente a algunas sesiones y recibir tutoría en línea. Por otra parte, podríamos contar con profesorado de alto nivel que trabajara en otras universidades nacionales o extranjeras y que invitásemos, esporádicamente, para conferencias o seminarios impartidos por internet, colaborando con los docentes de nuestras universidades. Actualmente, los contactos nacionales e internacionales del profesorado universitario son muy habituales y las redes de investigación y docencia universitarias son cada vez más frecuentes y pueden enriquecer ambas facetas, sin el coste añadido -personal y financiero- que implica la movilidad. Asimismo, podríamos atender a alumnado que estudiara desde otros países, como ya lo hacía la Fundación Universitat-Empresa de la Universitat de València (Adeit) con titulaciones propias (no oficiales a nivel estatal) desde hace muchos años, o, más recientemente, las universidades privadas en línea o centros de formación de empresas, no oficiales, dirigidos a ámbitos muy especializados. Otro aspecto a pensar son los criterios de validez de las evaluaciones realizadas por internet y poner en marcha estructuras y modos alternativos de evaluación, pues hay soluciones para ello.

Concebir una universidad diferente, propia de la era digital, es factible, pero hay que reflexionar y debatir sobre ella. Ello puede afectar a su estructura y funcionalidad, pero también podría implicar concebir diversas figuras docentes que coadyuvaran en enseñanza presencial y/o en línea. Por ejemplo, si el profesorado actual tuviera un pequeño apoyo de especialistas en TIC, organizados en unidades específicas de nuestras universidades, integradas por especialistas en informática, en comunicación audiovisual y en pedagogía, podría comenzar a abordar de manera eficaz los cambios. Pero para pensar en el futuro deberían dejarnos respirar, eliminar el exceso de burocracia absurda que actualmente domina todos nuestros actos y que no nos permite atender debidamente la docencia ni la investigación. Las posibilidades para que la universidad también aprenda y se pueda renovar siguen teniendo como obstáculo principal la escasa participación del profesorado en los debates acerca de lo que pueda ser la universidad del futuro. Sería mejor que ésta se diseñe con más reflexión y participación de todos los implicados y se legisle más tarde sobre ella, pero con una orientación más ajustada a las posibilidades tecnológicas y necesidades sociales del siglo XXI, muchas de las cuales las hemos podido aprender durante la pandemia.