En mis manos han caído dos libros. Uno se publicó hace tres años y se titula «Irresistible». Está escrito por un psicólogo norteamericano, Adam Alter, y tiene un subtítulo amenazante: ¿Quién nos ha convertido en yonquis tecnológicos? El otro libro está escrito por el filósofo de moda Byung Chul Han, se titula «No-Cosas» y ha sido editado este mismo año.

Aunque desde perspectivas diferentes ambos inciden en el mismo tema: la mal llamada «realidad» virtual. El primero indica cómo lo lúdico nos aliena. Los juegos virtuales -le arrea bien a WoW: World of Warcraft- están pensados y creados por cientos de ingenieros para enganchar; porque los humanos somos «avariciosos cognitivos» y evitamos pensar igual que los avariciosos evitan gastar: es la pereza. El libro señala los comportamientos adictivos que simulan neurológicamente a las drogas porque estimulan las mismas regiones cerebrales, aunque con menos intensidad. Se gratifica con aportes extras de dopamina, que es la causante de sensaciones placenteras, al inducir necesidades básicas de participación y apoyo social de manera virtual e instantánea, que de otra manera sería costoso y lento en la vida real: hay que ir a visitar al vecino enfermo y quejumbroso y aguantarle su rollo; y luego, nos sentimos gratificados.

Byung Chul Han, el filósofo surcoreano afincado en Alemania, lo mira desde otra perspectiva: la desmaterialización de los objetos que marcan nuestras referencias espaciales y que nos dotan de pertenencia a un espacio familiar, frente a la invasión de no-cosas: lo fatuo que llena nuestras pantallas y que ilusoriamente consideramos nuestro ambiente. «La hipercomunicación digital y la conectividad ilimitada, no crea ninguna conexión, ningún mundo. Más bien aísla, acentúa la soledad», afirma Chul Han. Gente que cae en la adicción de lo irreal, incapaces de apagar el móvil o prescindir de una pantalla. Siempre seducidos por el último email, la última imagen de instagran o del whataspp que no son más que bagatelas; y echa de menos la solidez de lo tangible: un apretón de manos, un abrazo, una mirada, etc. que nos libera de las ansias adictivas y nos pone frente a lo auténticamente humano.

Ambas visiones son complementarias. No agotan ciertamente la temática, pero ponen ante nuestros ojos el sinsentido de la falta de sentido común que adolecemos; y que nos hace saber que una encina es una encina y lo era antes de que nadie le adjudicara tal nombre. Porque produce cierta desesperanza ver como ante nuestros ojos se trastoca la realidad, contraponiendo a los hechos y a las realidades tangibles, propuestas vacuas, fantasías locas y virtuales, impuestas a los ciudadanos con el marchamo de progresismo desde la más tierna infancia, y que engatusan, cuando no envenenan nuestras mentes. Quizá sea el naturalismo, esa mitificación de la naturaleza, que da carta de naturalidad a que los gatos hablen, los perros reaccionen como los humanos, y los ratones construyan ciudades como Ratatouille. Y nosotros por estos andurriales, como pollo sin cabeza.