El 20 de noviembre se celebra el Día Universal de la Infancia, conmemorando la fecha en la que, en 1989, se aprobó por la ONU la «Convención Internacional de Derechos del Niño».

Hay motivos que necesitarían, cada año, más de un día de conmemoración, aunque si se examinan otras efemérides que celebramos anualmente, la infancia está presente en muchas de ellas. No sólo en las que la mencionan de forma más o menos explícita (contra la esclavitud infantil, contra la mutilación genital femenina), sino todas las que hacen referencia al futuro, porque el porvenir de la humanidad está en manos de la población que será adulta mañana y deberá enfrentarse a todos los problemas que las generaciones anteriores, incluyendo la nuestra, hemos generado y no hemos sabido, no hemos querido o no hemos podido resolver.

En todo caso, la conmemoración de hoy debe servirnos para, al menos un día al año, recordar la miseria cotidiana que aflige a gran parte de la población infantil de nuestro planeta (según UNICEF, anualmente mueren más de 5 millones de menores de 5 años) y reflexionar sobre las soluciones.

Estas cifras terribles nos hieren profundamente y nos recuerdan, porque la mayoría de esas muertes se producen lejos de nosotros, lo injusto de la distribución y aprovechamiento de la riqueza en el globo terráqueo.

En un día como hoy, tenemos tendencia a evocar las grandes tragedias en las que está sumida la infancia en todo el mundo. Desgraciadamente, suele ser una preocupación pasajera. En una sociedad como la nuestra, que se encamina al envejecimiento, la urgencia impulsa a interesarse, esencialmente, por la población adulta. Cuando a todos nos preocupa, con una lógica aplastante, la necesidad de extender la vacunación anti-COVID a todos los países como única forma de frenar la pandemia (tristemente, no de forma altruista, sino para que los países occidentales estemos realmente protegidos), es bueno recordar que hay vacunas que, desde hace muchos años, se administran a la población infantil de todos los países desarrollados y están todavía por llegar a cubrir a gran parte de este mismo grupo en otros territorios, y enfermedades que se podrían evitar, son causa de una gran mortalidad en la edad pediátrica. Se hace necesario un esfuerzo para que la prevención de esas afecciones llegue a toda la población infantil mundial.

Sucesos como la elevada mortalidad, la ausencia de vacunas, la desnutrición, etc., ocurren en puntos geográficos lejanos y nos inclinan, con frecuencia, a pensar que la infancia que nos rodea está libre de riesgos. Aunque tenemos cerca ejemplos de precariedad infantil muy dolorosos, las situaciones no son comparables.

Además de la preocupación por el acceso a los cuidados de salud de la población infantil, la necesidad de mejorar su educación debe formar parte de las obligaciones de la sociedad. Muchas organizaciones se preocupan por estos problemas, pero las soluciones avanzan muy despacio porque es necesario el esfuerzo de todos. La Fundación por la Justicia tiene, entre sus objetivos, contribuir a la mejora de las condiciones de vida de la infancia, con programas de cooperación, con actividades destinadas a aumentar los recursos de la población, con ayuda a escolares cercanos cuyas familias tienen dificultades cotidianas y, sobre todo, manifestando la necesidad de la educación para todos en la tolerancia y el respeto a los derechos del otro.

Pensamos, con frecuencia, por la lejanía geográfica y la magnitud del problema, que queda fuera de nuestras posibilidades hacer frente a una cuestión de tan gran proporción, pero tenemos a mano la forma de contribuir a mejorar el futuro de todos los niños y niñas, los de todos los países, ricos o pobres, los de todas las clases sociales, privilegiadas o ignoradas. Consiste en hacer nuestros y que hagan suyos los objetivos de desarrollo sostenible que la ONU promueve como única manera de abordar el futuro de la humanidad. Que estos objetivos entren en los programas formativos de las escuelas. Que los escolares los incluyan dentro de sus principios básicos. Que formen parte de su educación. Cuando les enseñamos a reciclar ordenadamente, a no desperdiciar agua ni alimentos, a rechazar las desigualdades, etc., estamos cimentando un futuro mejor. Es el primer paso para que esta generación, en construcción, pueda exigir a los dirigentes, más allá de la política, la puesta en marcha de procedimientos destinados a hacer un mundo posible y más justo. No sólo es un deber moral, es una estrategia práctica de supervivencia. Es lo mejor que podemos hacer por la infancia. Es nuestro deber. No hacerlo es defraudar a nuestros hijos y poner en riesgo su futuro.