Tengo la sensación de que durante esta última fase de la pandemia asistimos a la ceremonia de la confusión y a ese miedo escénico que quedó instalado en nuestra sociedad. En un lado del ring, los iluminados, aquellos profetas del ego y la estupidez que niegan todo por sistema —bien conocidos como negacionistas, claro —. Pero en el otro extremo, ahora tenemos a los que abogan por mantenernos en la radicalidad. ¿Miedo? ¿Prudencia? Probablemente de todo un poco.

España es un ejemplo de vacunación en todo el mundo. Un verdadero éxito donde más de un 80% de la población está inmunizada y quien no lo está es porque voluntariamente ha decidido correr el riesgo de no estarlo —exceptuando a aquellas personas exentas por algún problema de salud —. Es más, los grupos de riesgo actualmente ya están recibiendo una tercera dosis de refuerzo, y todo el resto iremos detrás. Si observamos los datos sanitarios desde el inicio de la vacunación y los comparamos con los apuros epidemiológicos bálticos o rusos, por ejemplo — donde más de un 40% de la población es reacia a vacunarse —, podemos llegar a la conclusión clara e irrefutable de la efectividad de las vacunas en España, donde continúa muriendo gente por la COVID-19, por supuesto, ¡pero muchísimos más de cualquier otra enfermedad! De hecho, para este virus tenemos vacunas. Para otros, no.

Sin embargo, nos hemos instalado en una prudencia — ¿absurda? —, en esa inercia que deja el miedo y donde algunos se sienten cómodos, pero otros, no. Después de que el Tribunal Constitucional tumbara dos veces los pasados estados de alarma — no establecidos con mala voluntad, desde luego —, tengo la sensación de que todo lo que estamos viviendo estos días no obedece a ninguna lógica jurídica y —fíjense lo que voy a decir—, a ninguna lógica sanitaria. Creo, más bien, que nos deslizamos por una obediencia gregaria y ya carente de sentido. Se trata de una batalla donde vencen los temerosos, algo irracionales, aquellos que veo pasear por el campo con mascarilla como si el contagio fuese por obra de magia.

Son ellos los que sostienen que la mascarilla debe ser obligatoria en interiores, mientras la gente llena casales falleros, bares, restaurantes y fiestas sin mascarilla por doquier. Son ellos quienes obligan a una disciplina férrea en los colegios, cuando a la puerta de los mismos hay un totum revolutum donde los chavales exceden los límites sin ningún pudor. Son esos miembros de lo políticamente correcto quienes se reúnen con sus familiares y amigos sin ningún tipo de protección, los mismos que entran en pánico por cualquier virus de los de toda la vida, como si la pandemia significase la extinción de las enfermedades o del mismísimo coronavirus.

Después de haber hecho todo lo que se podía y se debía hacer, resulta tan incoherente el uso de la mascarilla obligatoria —nadie discute su voluntariedad por cualquier circunstancia —o los termómetros en colegios o establecimientos. ¿Qué solucionan? ¿Qué alguien pueda tener fiebre por cientos de motivos, incluida la COVID-19? Necesitaría que alguien me explicara esta lógica, porque convivo con ella y no la entiendo. La obedezco, pero no la entiendo. Este virus está chocando contra el muro de la inmunización. Otros, no.

En esta ceremonia de la confusión, el miedo y otras brevas, creo que deberíamos superar los índices de contagio diarios. Lo que nos interesa es la presión hospitalaria y el gobierno ya empieza comprenderlo. Continuar obligando a la población a inhalar dióxido de carbono sin necesidad —cuando ya nada más podemos hacer contra este virus más que habernos vacunado y ser prudentes —, puede acarrear otros problemas de salud que no están exentos de otras futuras demandas. Tiempo al tiempo. Al fin y al cabo, digo yo, sería más efectivo hacer pagar la hospitalización a los negacionistas que continuar postergando la quimera de que debemos protegernos de este y otros virus para siempre.