Hubo un tiempo en que todo era diferente y no fue tanto tiempo atrás. Creo que es una sensación experimentada por diferentes generaciones y en diversas circunstancias. Aquellos ancianos que vivieron las guerras jamás pudieron superar los estragos del hambre, la fragilidad de lo personal y el poder de la resiliencia. Su mundo había sido engullido con la imprevisión de un tsunami y ya nada fue igual. Lo mismo constato con sociedades que han sufrido terremotos devastadores o inundaciones salvajes que dejaron sus vidas bajo los escombros o bien todos sus recuerdos flotando en el agua embarrada.

Existió un antes y un después para ellos, del mismo modo que habrá un antes y un después para esta pandemia. Incluso para los iluminados, aquellos profetas del ego y la estupidez que lo negaron todo por sistema. Para ellos también. Sin embargo, la diferencia con las crisis anteriores es evidente: su carácter mundial y simultáneo. Nunca antes habíamos vivido algo parecido. Los beneficios de la globalidad mostraron su lado oscuro y el veneno de lo inesperado se propagó a la velocidad del fuego en la pólvora.

En semanas, pasamos del estupor de un confinamiento sanitario a un nuevo mundo sumido en las dudas, la desconfianza y un ánimo algo bajo en calorías. 2020 fue una experiencia de valor y unidad —que también puso en evidencia el egoísmo social de los negacionistas — y 2021 será recordado como el año del milagro de las vacunas, un hito extraordinario en la historia de la medicina, pero tan poco valorado por un sector irracional y receloso. La marea está bajando y todos los avances científicos enfocados a la COVID-19 nos están llevando a controlar el virus, que no a extinguirlo —que esto es algo que algunos no entienden —, porque continuará conviviendo con nosotros como otros muchos más.

Nuestra tierra ya no tiembla, pero quedan los ecos del temblor — sobre todo durante este invierno —, y siento que como sociedad algo ha cambiado. A veces nos negamos a aceptarlo, pero los rescoldos de la pandemia seguirán ardiendo durante años, no a nivel vírico, sino psicológicamente y socialmente. Tengo la sensación de que el miedo y la desconfianza que se han instalado en algunos adultos han venido para quedarse; pienso que las ventilaciones, los geles y los encierros innecesarios han venido para formar parte de nuestras vidas; creo que los viajes internacionales tardarán muchos años en recuperar su pujanza; siento que muchas personas se quedarán atrincheradas en su soledad sin darse cuenta; creo que muchos niños crecerán con una sensación de vulnerabilidad y temor innecesaria; y lamento que muchos jóvenes —y no me refiero a los egoístas e insolidarios — sientan que se les está robando una parte fundamental de sus vidas, algunos de ellos retraídos por miedos o hábitos de aislamiento adquiridos. Tengo la sensación de que, más allá de nuestra notable capacidad de comunicación, hay una herida social visible: hay muchos instalados en una desconfianza que tardarán en superar, y me refiero especialmente a los ancianos que intentaban disfrutar de su tercera edad desde el ocio y los encuentros tan importantes para ellos.

Creo que vivimos un tiempo de valientes y de reconciliación, de cerrar heridas y superar miedos. Siento que será más de lo esperado, pero debemos ser conscientes de que el mundo no puede volver a ser lo que era de una manera brusca. Al fin y al cabo, no hay mal que dure cien años.