Si hay algo que nos identifica con la gran mayoría de la comunidad internacional es la Navidad: todo el continente americano, Europa, Oceanía, buena parte de África y hasta el lejano continente asiático, donde pequeñas comunidades de millones de habitantes la celebran. La Navidad es un tiempo que, más allá de la situación personal de cada individuo en la vida, genera positividad y buenas intenciones, en general. Es un estado de ánimo social que trasciende la religiosidad — o no religiosidad — de cada uno, pero que evidentemente contiene ese sustrato de moral cristiana, la más auténtica, con la que comulga la mayoría de la ciudadanía: la que sitúa al amor en el centro de todo.

Vivimos un siglo de laicismo y de profunda desvinculación con la Iglesia, pero Europa es un enjambre de tradiciones que los pueblos mantienen a capa y espada. ¿Es que a alguien se le ocurriría suplantar el Carnaval por las Fiesta de las Máscaras? ¿Es que existe algún alelado que crea que a San Fermín se lo pueda llamar de otra manera? ¿Puede ser concebible que la Semana Santa — reconocida como Patrimonio Cultural — pueda ser reconocida como las fiestas… de las andas, por decir algo? No me imagino guiando a nuestro alumnado por cualquier rincón europeo donde exista un templo cristiano — miles y miles y majestuosos y de reclamo turístico internacional—, pero ocultando su origen… ¿prohibido?

Nunca olvidaré aquella célebre afirmación de Forest Gump — con las luces básicas que puede tener un ser humano para andar por la vida —. El bueno de Tom Hanks decía: «mi madre me ha dicho que los tontos son los que dicen tonterías». Pues eso, que según mi humilde opinión, hay unos cuantos, y cada vez más radicales, intolerantes e irracionales. Comento esto a raíz de la propuesta de la Comisión Europea sobre la conveniencia de no decir «Feliz Navidad», sino un mucho más inclusivo «Felices Fiestas», como si este período vacacional hubiese nacido de un repollo o lo hubiese traído la cigüeña de Dios sabe dónde. La ocurrencia no duró ni dos telediarios, pero ahí la soltaron, por si colaba, como tantas otras ocurrencias que nos sueltan en nombre de la igualdad o la inclusión, principios imprescindibles, por cierto.

Un pueblo que reniega de sus raíces es una comunidad desarraigada y que jamás puede hacer el proceso natural de construcción de su nueva identidad. Todo evoluciona y cambia, pero no censurando lo que fuimos, sino asimilándolo. No me imagino a los pueblos nórdicos renegando de los vikingos por haber sido demasiado violentos y mucho menos a los europeos desvinculándonos de la Navidad, con buena parte de su sociedad todavía en sintonía con los valores cristianos. ¿Qué quieren que les diga? A veces siento que nuestra Europa — tan tolerante e igualitaria — tolera lo que le conviene a los que hacen más ruido y mueven los medios de masas. Esos tolerantes tan intolerantes, esos de los que hablaba Forest Gump.