La Asamblea General de las Naciones Unidas, a principios de diciembre del año 2000, proclamó el día 18 de diciembre como «Día Internacional del Migrante» en una resolución aprobada en sesión plenaria y dirigida a los estados miembros a los que invitaba a «conmemorar el día del migrante» y a que «difundan información sobre los derechos humanos y las libertades fundamentales de los migrantes, intercambien experiencias y formulen medidas para protegerlos». Aquella resolución, motivada por «el elevado y cada vez mayor número de migrantes que existe en el mundo», no ha dejado de ser una bienintencionada recopilación de buenos propósitos, no vinculante para ningún estado, y con ecos limitados más allá de la conmemoración que llevan a cabo anualmente las organizaciones no gubernamentales con alguna implicación aislada de las administraciones públicas.

Desde entonces, y aun antes, los estados trataron de gestionar la situación aplicando medidas para, por un lado, legislar en función de la coyuntura y, por otro lado, suministrar placebos en forma de políticas restrictivas (control de fronteras, centros de internamiento, políticas de regularización) para transmitir «sensación de control» hacia una parte de la sociedad inducida a la hostilidad desde sectores mediáticos y políticos. Muchas de esas medidas, concebidas para disuadir o regular la migración, no producen ninguno de los efectos deseados. No ayuda la impopularidad de la cuestión migratoria, aprovechada por los sectores más reaccionarios para minar la convivencia, que se convierte en un asunto incómodo para quienes lo gestionan desde las instituciones, ni tampoco que la inmigración sea un mero instrumento bien para cosechar votos en las contiendas electorales, bien para suplir la falta de personal en sectores esenciales (ya lo vimos en plena pandemia en el sector agrícola) o bien para hacer una feroz oposición a algunas de las tímidas medidas que pretenden mejorar la vida las personas migrantes en España.

A propósito de esas medidas, ha habido una disputa entre el afán de favorecer la integración y mejorar las condiciones de acceso a la regularización y la persistente contumacia del Ministerio del Interior por entorpecer cualquier tentativa de mejora. Esto lo atestigua la última reforma del reglamento de extranjería para dar seguridad jurídica a menores extranjeros y jóvenes extutelados, aprobada el pasado 19 de octubre, y que permitirá la regularización de 15.000 personas, al convertirse escenario en una disputa entre dos ministerios: Interior e Inclusión. La medida era necesaria, pero no es suficiente para atender una realidad de mayor alcance.

De manera simultánea a esta medida paliativa, sigue habiendo una apuesta clara por el «placebo» de las políticas restrictivas, tales como el control fronterizo, la subcontratación de algún país vecino, cuyo monarca utiliza la migración a conveniencia como arma de presión sobre la Unión Europea, para ejercer de guardia permanente; y, por último, la alarmante apuesta por aumentar la efectividad de los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), que contarán con mayor dotación presupuestaria para los siguientes ejercicios, con la construcción de otro de estos centros en Algeciras con capacidad para 500 personas.

Al mismo tiempo que estamos siendo testigos de las políticas rígidas en esta materia, también asistimos a la contradicción del Gobierno en las políticas de acogida cuando, cámaras y micrófonos mediante, se fletan aviones para evacuar a afganos hasta Madrid, optando por vías seguras de llegada, o se favorece el reasentamiento de refugiados desde terceros países, pero se sigue dando la espalda a miles de personas que de igual forma son merecedoras de contar con esas vías seguras de llegada y a los que se recibe con el tortuoso proceso de internamiento, marginación administrativa o la devolución inmediata.

Las políticas migratorias requieren de mayor audacia y de una lectura atenta que trascienda la coyuntura actual. En un mundo globalizado y cambiante a pasos veloces, la administración no puede ponerse de perfil para dar soluciones eficaces a problemas crónicos, por lo que urge ampliar la mirada más allá de las estrechas tácticas electoralistas y el temor a corrientes populistas más atentas al vaivén demoscópico que a las necesidades reales de la sociedad, que no siempre coinciden con lo prescrito en las recetas de los estrategas de partido.