En pleno confinamiento, allá por abril del 2020, escribía en los pergaminos de esta casa: «El efecto coronavirus». En aquella columna reflexionaba sobre las consecuencias sociales de la Covid-19 y decía, entre otras cosas, que en el ADN valenciano tenemos la cultura de bares, los corrillos en las calles y nuestro gusto por las aglomeraciones. El silencio de las plazas, la ausencia de los abrazos y el robo de las sonrisas, por culpa de las mascarillas; nos situó ante una cultura de distancia social y conversaciones por wasap. Tantos enfermos y fallecidos, tanto miedo a la enfermedad; nos hizo pensar que nuestra idiosincrasia cambiaría con la «nueva normalidad». Hoy, a toro pasado, seguimos con los mismos estribillos de hace dos años. Las vacunas han suscitado un doble efecto. Por un lado, nos han hecho más fuertes contra el bicho. Por otro, nos han relajado frente al enemigo.

Hoy, la nueva variante Ómicron nos recuerda que los virus son como semillas salvajes. Semillas que, a la primera de cambio, inundan los huertos de maleza. Una maleza que se corre como la pólvora, infecta los árboles y enoja el espíritu de los agricultores. La dejadez y la maleza van cogidas de la mano. A mayor dejadez, más maleza y viceversa. Las vacunas - más allá de su protección - no previenen el riesgo de infección. Los virus buscan aposentos para vivir. Y los buscan sin atender a la fortaleza de los castillos. Los vacunados no están exentos de contagio. Esta obviedad no ha sido tenida en cuenta por la mayoría de la población. Nos hemos dejado llevar por el espejismo de las vacunas. Hemos perdido el miedo al enemigo. Y en el momento que hemos bajado la guardia, la maleza ha vuelto a nuestros huertos. Y ha vuelto por la dejadez. Hemos acortado la distancia social, hemos aumentado los aforos y nos hemos desinfectado menos las manos en los centros comerciales. Si no fuera por la obligatoriedad de las mascarillas, podríamos decir que hemos vivido, desde hace unos meses, en la España prepandémica.

Esa dejadez, que decíamos atrás, ha roto el encanto de la Navidad. Hoy, a pocos días de las cenas familiares, no podemos decir aquello de «Feliz Navidad». Y no es feliz porque, un año más, miles de españoles cenamos alejados de nuestros seres queridos el día de Nochebuena. Cenamos sin oír las hazañas del abuelo, los chistes del hermano o las anécdotas del cuñado. Cenamos sin oír a los niños correr por en medio del pasillo. Sin oír el crepitar de los troncos en la chimenea del salón. Sin oler el «pavo con castañas», las gambas al ajillo y los dulces navideños. Sin brindar con las copas de champagne. Sin cantar el «Dale a la zambomba», «A belén pastores» y el «Burrito sabanero». Y sin destapar los juguetes de Papá Noel. La maleza nos ha robado la Navidad. Nos ha robado el calor del encuentro con nuestros familiares y allegados. Nos ha castigado con nuevos aislamientos, recuerdos y lamentos. ¿Feliz Navidad?