Ignoro cómo anda hoy Freud en cuanto a prestigio, pero antes, al menos en el pretendido círculo bohemio en el que yo me movía en el tardofranquismo, se le citaba bastante. Lo del psicoanálisis con la asociación onírica tenía su buen tirón, podías dejar a alguien de inmediato con la boca abierta si señalabas lo del sueño y su emergencia reprimida, y no digamos eso otro de la dicotomía eros/tánatos y sus respectivas pulsiones, uf: daba bastante juego mientras tomabas un café negro y estirado en cualquier tugurio del Carmen, aquel espacio que queríamos ver como nuestro (provinciano) Quartier Latin.

Jung era otro cantar, más elitista. Mencionar lo de los arquetipos, lo del inconsciente colectivo y otros alrededores, ya era para nota. Para nota alta. Era más críptico y quizá más sugerente que el austriaco. Había que ser cauto, no fuese que, en el turno de esa sesión, se hubiera colado un estudiante de psicología entre los demás tertulianos y te sacara los colores.

También solía hablarse, si asistíamos a una proyección de cineclub, de la dialéctica subyacente (sic) en el discurso de Ingmar Bergman, o del animismo proactivo (sic) en la cosmovisión de Akira Kurosawa. Cuestiones de esa índole, de esa envergadura. Sin duda, forzábamos el coloquio, normalmente dirigido por alguien que fumaba en pipa y vestía camisa blanca, para trasplantar el mensaje empático que nos enviaba, por ejemplo, el Bertolucci de ‘El conformista’ o el de ‘La estrategia de la araña’, a nuestro propio, miserable y cutre escenario histórico. Vaya época en la que la opción de vida se reducía al radical y exigente binarismo, al blanco o al negro.

Como se sabe, eran tiempos de expectación, especialmente desde la Navidad del 73, tras el atentado mortal de Carrero, el delfín, en la calle Claudio Coello de Madrid. Se tendía a politizar cualquier atributo que pudiera servir para ulcerar el régimen, un régimen que ya agonizaba. Por entonces se interiorizaba que todos, o la gran mayoría, remaban en el mismo sentido, hacia la democratización del país, y ahí quedó, ya muerto Franco, como símbolo -algo romo si se quiere, pero símbolo al fin y al cabo-, el Club Siglo XXI con Fraga y Carrillo compartiendo micro en 1977.

¿Adónde quiero llegar? La verdad es que no lo sé con precisión. He iniciado, como en tantas ocasiones, esta recatada reflexión sin brújula, desovillando la madeja poco después de ver la última sesión del Congreso de este reino compartido en el que habitamos los españoles, y compruebo que aflora entre sus intersticios una nostalgia por aquellos años. Sostenía un poeta inglés del siglo XIX, y acertaba, que la emoción no surge de la experiencia acontecida sino al evocar, al recordar, aquella experiencia. Que sería, retorciendo ese planteamiento: nunca puedo sentir nostalgia por el franquismo, solo puedo sentirla de mí y de los momentos pasados que rescato con la escritura.

No se trata de sacralizar aquellos días que mezclaban a distinta proporción petulancia, épica y tedio, un tedio, por cierto, creativo, sino de constatar la escasa relación entre lo que usted o yo o aquel que cruza en este instante la calle (lo veo desde mi ventana, solo tengo que alargar el cuello) y las maniobras enlodadas que algún político, en especial ese político para quien la cosa siempre va mal, ese político al que le ganan ya la partida desde dentro de su propia madriguera y se le nota, expresa. No todo vale en la estrategia política, hay que activar también la autocensura de las formas, esa que punteaba Freud. ¿O era Jung?